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Pensamientos sobre el Salmo 22
Anonymous


Capítulo 1
«Una carga de dolores indeciblemente pesada...»
Este salmo, muy conocido por todo cristiano familiarizado con la Escritura , casi no menciona -salvo por una idea general- las consecuencias de la obra de Cristo. Éstas son desarrolladas más extensamente en otros salmos y, en lo concerniente a la Iglesia , en el Nuevo Testamento. Pero todo lo que encontramos en los salmos, en cuanto a experiencias individuales (por ejemplo en el Salmo 32) o en cuanto a bendiciones para el pueblo o para la tierra entera, tiene su fundamento aquí. En efecto, este salmo se caracteriza por poner ante los creyentes al propio Cristo en sus sufrimientos infinitos e infinitamente variados, y sobre todo en el sufrimiento supremo sin el cual todos los otros no habrían tenido ningún efecto a nuestro favor, a saber, el sufrimiento de ser abandonado por Dios. De este salmo se puede decir con propiedad, pues, que constituye el centro moral del libro de los Salmos, pues nos muestra la obra del Señor Jesús, la que hace posibles todas las bendiciones contenidas en el resto del libro y el cumplimiento del consejo de Dios para con su pueblo y para con la tierra. Estamos aquí en presencia de lo que está en el corazón mismo del pensamiento de Dios con respecto a su gloria y también con respecto a nuestra bendición: los sufrimientos de Cristo durante las tres últimas horas de la cruz. Es un hecho curioso y humillante nuestra propensión a descuidar a menudo este tema mayor para ocupamos en cosas de un orden inferior. Pero, evidentemente, se trata del tema más difícil de meditar, pues exige el más ejercitado y el más serio estado de alma. Se puede disertar sobre las bendiciones cristianas, pues ello tiene su debido lugar y constituye una preciosa fuente de aliento y consuelo; pero, sin embargo, no debe perderse de vista que todas las bendiciones del creyente no son más que el fruto de este sufrimiento. Además, en el tenia central que consideramos hay, por sobre todo, una fuente de luz como no la encontramos en ninguna otra parte. Ello nos invita a detenernos allí con el socorro del Espíritu de Dios, seguros de que, si podemos asomarnos con santo temor sobre este infinito, ello será para bien de todos nosotros.
Inmediatamente, sin preámbulo, somos colocados ante el gran hecho del abandono de Cristo, pues el primer versículo lo escuchamos de boca del Señor en la cruz. Es uno de los más profundos, de los más maravillosos, de los más insondables versículos de la Escritura. Como ocurre generalmente en este libro, el primer versículo del salmo expresa el pensamiento fundamental de éste. Él introduce, además, la primera parte del salmo (versículos 1 a 21), la que nos presenta al Señor Jesús crucificado. Todo lo que nos describen estos versículos, y los pensamientos que en ellos se expresan, corresponden a lo que se desarrolló durante las seis horas de la crucifixión (Marcos 15:25, 33), pues si encontramos -como en el primer versículo- los sufrimientos expiatorios del Señor, también tenemos ocasión de considerar muchos otros sufrimientos que les precedieron. La segunda parte del salmo (versículos 21 a 31) nos presenta los resultados de lo que él pasó, resultados que sucesivamente están relacionados con el residuo de Judá -asimilado a la Asamblea- en el tiempo que siguió a la resurrección del Señor (según Hebreos 2:12); luego con Israel, los que temen a Jehová, los mansos; seguidamente con los que serán convertidos cuando el Evangelio del reino sea predicado; y, por Último, con los que nacerán durante el milenio: "pueblo no nacido aún" (v. 31).
Se puede destacar que, en la mayor parte del salmo, solamente Cristo habla. En otros salmos -el precedente, por ejemplo- escuchamos a muchos interlocutores. Aquí no, y el mismo Jesús es quien se expresa durante esos momentos terribles. Así sucede desde este maravilloso primer versículo, acerca del cual podemos pedir que jamás pierda -por más que sea citado- su fuerza sobre nuestros corazones y nuestras conciencias: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado” El evangelio de Mateo (27:46) nos enseña con precisión que Jesús exclamó así, a gran voz, cerca de la hora novena. El Espíritu Santo incluso ha conservado para nosotros esta incomparable frase en la lengua en la cual fue pronunciada, como para subrayar su importancia: "¡Elí, Elí, lamá sabactaní!"
A ese grito, sin hesitación, el corazón del creyente responde: «¡Fue por mí!» Y es preciso pensar que todos aquellos que en lo sucesivo se vean beneficiados por esta obra -sea el residuo de Judá, Israel o la tierra entera- podrán dar a este grito una respuesta semejante en el fondo, aunque diferente en su desarrollo. Sin embargo, no se trata en primer lugar de la bendición de los hombres, sino mucho más bien de la gloria pura y eterna de Dios. Eso es lo que puede inspirarnos el sentimiento de la magnitud del ultraje que constituye para Dios el más insignificante de los pecados, la más pequeña desobediencia, el menor signo de propia voluntad. Un pecado, cualquiera que sea, ultraja a Dios, y la medida del sentimiento que despierta en Dios no es dada más que por el desamparo de Jesús. ¡Cuánta luz proyecta ello sobre el estado y la historia del mundo entero! No es el mal que está en uno comparado con el mal que está en otro. Es el mal que está en el hombre puesto en presencia de Dios mismo y la manera en que Dios lo trata. Nosotros nos sentimos inclinados a atenuar el mal porque nos olvidamos de Dios, pero Cristo, justamente porque no lo olvidó, tuvo que vérselas con Él en las condiciones que tenemos aquí. Él no murió sólo por pecados que causan horror, sino también por toda la locura, la ligereza, la frivolidad, las faltas más benignas o las más fundamentales de la naturaleza humana. Todo es igualmente horroroso e igualmente condenado.
El Señor Jesús suministró allí a Dios, su Padre, la ocasión única de dar la medida de lo que él es con relación al mal. El juicio de los impíos y el lago de fuego y azufre no darán esta medida en igual grado; es un juicio merecido, ejercido contra pecadores, contra rebeldes, mientras que, en el caso de Cristo, la medida es perfecta porque la cólera de Dios se ejerce sobre alguien que, por obediencia, se ofrece perfecto para ser hecho “pecado por nosotros” (2 Corintios 5:21). Aparentemente, Dios no era justo castigando así a su Hijo; sin embargo, precisamente de esa manera él daba la medida absoluta de su justicia. Nada es más adecuado para santificar el alma que la meditación de esas cosas.
El gozo que el Señor compartía con su Padre era infinito; y de este gozo debía ser privado. En ínfima medida sabemos lo que es sufrir cuando nos vemos privados de la comunión con el Padre. Lo sufrimos en la proporción del valor que cada uno de nosotros atribuye a tal comunión. Para Cristo, esta comunión tenía un valor infinito, de manera que su interrupción debió de ser un sufrimiento infinito.
Esas tres horas terribles de la hora sexta hasta la hora novena son las que, en la angustia del combate, el Señor anticipaba en Getsemaní. Todo el horror del abandono pasaba por su alma. Es comprensible que, ante el pensamiento de ser desamparado por Dios -de quien había hecho todas las delicias y a quien había glorificado en toda circunstancia con una entera obediencia- el Señor haya sido invadido por el terror, que haya sido grandemente angustiado y que su alma haya sido oprimida por una tristeza que llegaba hasta la muerte (Marcos 14:34).
Conviene recordar que el Señor Jesús fue cargado judicialmente con nuestros pecados sólo a partir de la sexta hora. Pero, desde la sexta hasta la novena hora, él, que era perfecto, a quien jamás había alcanzado mancha alguna, no sólo llevó ese peso de nuestros pecados sino que fue hecho pecado paya que Dios condenara "el pecado en la carne" (Romanos 8:3). El, que tenía acerca del mal una sensibilidad infinita, una entera repulsión era allí considerado -no podemos olvidarlo- de la misma manera que él mismo consideraba al pecado y era tratado como el mal lo merece, no a los ojos de los hombres, sino a los de Dios. Y, para Dios, el pecado, lo sabemos, tiene el doble carácter de mancha y de culpabilidad. La mancha es un hecho abominable para un Dios santo, y la culpabilidad, por su lado, reclama de parte de un Dios justo un juicio sin remisión. Es preciso que nos coloquemos bajo esta luz, pues allí -y sólo allí- se pueden hacer progresos en cuanto al discernimiento de lo que es el bien y el mal. El grado definitivo en la medida del bien y del mal sólo se encuentra allí, durante las tres horas. Todo el resto es relativo; allí está lo absoluto.
Entonces, como se ha tenido ocasión de expresarlo alguna vez, uno puede preguntarse cuál era la fuerza que sostenía al Señor al hundirse en este abismo, por qué maravilla de gracia, de fuerza, él pudo introducirse en esas tres horas de tinieblas en las que debía ser desamparado. No podía apoyarse en Dios, él que en los evangelios declara que su comida era hacer la voluntad de su Padre y cuyo gozo era obedecerle. En Getsemaní, él llama a su Padre "Abba, Padre"; en la misma cruz, tanto antes como después de las tres horas, él habla a su Padre. Pero, durante las tres horas, ¡no más! La única fuerza para su corazón, lo que había sido su apoyo incluso debía faltarle. Menos aun podía contar con sus discípulos; no podía contar con nada ni nadie. ¡Tal fue el desamparo de Jesús! Sin embargo, tenía una cosa, una sola cosa para sostenerle y para llevarle allí: la potencia de su amor, su amor por Dios y su amor por los suyos. Se encuentra aquí evidenciada, revelada de una forma definitiva y absoluta, la potencia del amor divino. Todo el resto es de un orden inferior. "Por el gozo que fue puesto delante de él" -nos dice Hebreos 12:2- "soportó la cruz, despreciando la vergüenza". Este gozo no era otro que el amor del Padre actuando en él, puesto que tenía ante sí el gozo de haber glorificado a Dios en una medida infinita. La perfección, cualquiera sea su grado, está en relación con el amor que se tiene hacia Dios; aquélla es el fruto de éste. El Señor probó que él podía decir con toda razón: "Yo amo al Padre" (Juan 14:31). Recordemos también, a propósito de ese maravilloso amor, este pensamiento de uno de nuestros antiguos hermanos: «Nada hay comparable a la cruz, salvo el corazón de Aquel que murió en ella».
Está escrito: "Muchas aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos lo pueden anegar" (Cantar de los Cantares 8:7); ello es cierto, absolutamente, respecto del amor divino de Jesús, amor ardiente que las olas del juicio que pasaron sobre él no pudieron apagar en su corazón.
Fue un momento único: los hombres estaban contra el Señor, los discípulos lo habían abandonado; todos los poderes del infierno estaban allí; y luego -cosa aun más terribles Dios mismo se volvía contra él. Frente a ello, el Señor Jesús está absolutamente solo. Él había dicho a Pedro: "¿O acaso piensas tú que no puedo orar a mi Padre, y él, ahora mismo, pondría a mi servicio más de doce legiones de ángeles” (Mateo 26:53). Pero los ángeles que están allí contemplan esta escena y no pueden intervenir.
Algo muy digno de atraer la atención de nuestros corazones es ver desamparado al Justo, a aquel que habría podido ascender al cielo. Pero él debía adquirir para Dios, por su sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación, y una cosa, una sola cosa para sostenerle y para llevarle allí: la potencia de su amor, su amor por Dios y su amor por los suyos. Se encuentra aquí evidenciada, revelada de una forma definitiva y absoluta, la potencia del amor divino. Todo el resto es de un orden inferior. "Por el gozo que fue puesto delante de él" -nos dice Hebreos 12:2- "soportó la cruz, despreciando la vergüenza". Este gozo no era otro que el amor del Padre actuando en él, puesto que tenía ante sí el gozo de haber glorificado a Dios en una medida infinita. La perfección, cualquiera sea su grado, está en relación con el amor que se tiene hacia Dios; aquélla es el fruto de éste. El Señor probó que él podía decir con toda razón: "Yo amo al Padre" (Juan 14:31). Recordemos también, a propósito de ese maravilloso amor, este pensamiento de uno de nuestros antiguos hermanos: «Nada hay comparable a la cruz, salvo el corazón de Aquel que murió en ella».
Está escrito: "Muchas aguas no pueden apagar el -amor, ni los ríos lo pueden anegar" (Cantar de los Cantares 8:7); ello es cierto, absolutamente, respecto del amor divino de Jesús, amor ardiente que las olas del juicio que pasaron sobre él no pudieron apagar en su corazón.
Fue un momento único: los hombres estaban contra el Señor, los discípulos lo habían abandonado; todos los poderes del infierno estaban allí; y luego -cosa aun más terrible Dios mismo se volvía contra él. Frente a ello, el Señor Jesús está absolutamente solo. Él había dicho a Pedro: "¿0 acaso piensas tú que no puedo orar a mí Padre, y él, ahora mismo, pondría a su servicio más de doce legiones de ángeles?" (Mateo 26:53). Pero los ángeles que están allí contemplan esta escena y no pueden intervenir.
Algo muy digno de atraer la atención de nuestros corazones es ver desamparado al Justo, a aquel que habría podido ascender al cielo. Pero él debía adquirir para Dios, por su sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación, y hacerlos reyes y sacerdotes. Se trataba precisamente de la salvación de aquellos que, por sus pecados, eran la causa de esas horas terribles, pues nosotros estábamos también presentes, Por nuestros pecados, en esa escena única, de modo que no podemos contemplarla sin comer hierbas amargas (Éxodo 12:8), con el sentir de los sufrimientos que hemos costado al Señor.
Esto lo recordamos, ante todo, el primer día de la semana. La alabanza está ligada a ese desamparo de Jesús para gloria de Dios, para que todo lo que es Dios, en amor respecto a los pecadores y en santidad respecto del pecado, tenga ocasión de ser manifestado. En consecuencia, el culto, la cena, deberían ser celebrados con corazón verdadero y una profunda sencillez, en oposición al formalismo y la ligereza. No basta derramar lágrimas de sentimentalismo humano, como lo hacían las hijas de Jerusalén que seguían al Señor cuando llevaba la cruz. Es preciso el recogimiento, el temor que sólo el Espíritu Santo y la Palabra pueden producir y mantener en el corazón de los santos, con la humillación resultante del recuerdo de que nuestro pecado necesitó de esas horas. Nada nos pondrá tan graves y serios como la contemplación de este desamparo de Jesús, quien no tuvo ninguna atenuación a su sufrimiento cuando bebió la copa amarga.
Capítulo 2
«Tu amor lo ha consumado todo...»
No existe ninguna palabra en el vocabulario humano para expresar el amor extraordinario de Cristo, este amor que puso al Dios todopoderoso, creador de todas las cosas, en presencia de los hombres, quienes le insultaban sin que él les respondiera una sola palabra. Él habría podido exterminar a sus enemigos o abandonarlo todo, pero no hizo nada de esto. La obra del Padre debía ser cumplida y Cristo la cumplió con una incomparable perfección que es puesta de manifiesto por las condiciones excepcionales en las que es colocado. Era normal que Jesús, al experimentar toda la maldad del hombre desplegada en su contra, buscara socorro en Aquel que continuamente era su fuerza, pero, en ese mismo momento, debió comprobar y proclamar que su Dios le había desamparado. Su Dios le abandonó en las peores condiciones, pero, a pesar de ello, él no abandonó su confianza en su Dios. Y sin embargo esta confianza, mantenida en el corazón de Jesús por una invariable fidelidad, por la obediencia, por el amor hacia el Padre y hacia nosotros, no era alimentada en esos momentos por el consuelo de una respuesta de Dios a su respecto. Era necesario que la prueba llegara hasta eso; el amor de Dios no retrocedió ante una prueba total, sino que se mostró superior a la prueba al encontrar en sí mismo su única fuerza para pasar por el abandono y la cólera en las condiciones expuestas en este salmo.
Permanezcamos aquí con los pies descalzos (Éxodo 3:5), pues es el terreno más sagrado de todo el universo de Dios.
Encontramos en Isaías 53 esta expresión: "Jehová quiso quebrantarle; le ha afligido" (v. 10). Bastaba que ello agradara a Dios para que el Hijo, obediente por excelencia, siempre dedicado a lo que agradaba a su Padre, se sometiera a este sufrimiento que estaba en los propósitos de Dios a su respecto. La plena aceptación de esta voluntad de su Padre la realiza Jesús cuando, como dice el mismo versículo, ofrece su alma en sacrificio por el pecado.
Lo que tiene de admirable y única esta posición del Señor es la ausencia total de búsqueda (le un recurso cualquiera. Tenemos dificultad para captar esto porque, cuando nosotros mismos estamos en la prueba, buscamos recursos en consoladores, o bien nuestra voluntad propia se pone tensa. Pero el Señor no tenía voluntad propia; nada le protegía. Si lo podemos decir así, todos sus sufrimientos, tanto morales como físicos, estaban desnudos, y desnudos para recibir golpes; golpes de parte de los hombres y golpes de parte de Dios. El Señor no sólo no responde a esos malvados, a esos violentos, con un acto de poder y no alienta contra ellos ningún sentimiento de venganza -por el contrario, intercede a favor de ellos- sino que no tiene siquiera un sentimiento de defensa personal. Es absolutamente único en perfección.
Como la gloria del Señor durante estas tres horas brilló de una manera tan maravillosa, uno de los grandes esfuerzos del Enemigo consiste en esfumar en la cristiandad, e incluso entre los verdaderos hijos de Dios, la claridad gloriosa de la cruz. Y si, en lo que nos concierne, sostenemos que sin la cruz no tenemos salvación (verdad que no es conservada en todas partes) ¡qué pérdida experimentamos cuando no sabemos detenernos juntos al pie de la cruz! ¡Qué pérdida representa para la Iglesia no saber permanecer allí para contemplar esta escena que contemplará eternamente! ¡Qué pérdida también para el cristiano, individualmente, cuando aleja sus ojos de la cruz del Señor! Contemplarla es la energía oculta de toda la actividad cristiana.
Es muy cierto que este lugar de la cruz en el corazón de los cristianos del despertar del siglo pasado estaba en un primer plano. Nuestros primeros hermanos fueron conducidos a profundizar este tema no por medio de un estudio teológico, sino a través de un examen piadoso de la Palabra con el socorro del Espíritu Santo. Consideraron la cruz, a Cristo en la cruz, y no solamente llevando en ella nuestros pecados, sino revelando allí sus insondables perfecciones personales. También consideraron a Cristo en el cielo, pues la cruz y el cielo se tocan.
Ésa fue verdaderamente la buena parte que eligió María y la que debería ser la nuestra. No se pierde el tiempo cuando se toma este lugar; el alma se enriquece, se nutre y penetra en el gozo y los pensamientos de Dios. Hay provecho, edificación, y no sólo esto, sino que tal dedicación a la cruz nos conducirá a una adoración inteligente. Es esencial estar muy atentos a lo que pasó en el Gólgota, y nuestros antecesores, aun al precio de controversias -en el curso de las cuales se llegó hasta acusárseles de blasfemos-, mantuvieron hasta el último aliento la verdad fundamental de la expiación cumplida durante lo que la Palabra llama las tres horas de "tinieblas", y en ellas exclusivamente. En este tiempo del final del testimonio cristiano en la tierra, cuidémonos de dejarnos arrebatar este depósito de verdad que pertenece a la gloria de Jesús. La ignorancia a este respecto es una puerta abierta al enemigo, cuyos designios no desconocemos.
Es muy importante, pues, recordar que, si bien el Señor permaneció en la cruz desde la tercera hasta la novena hora, antes de la sexta y después de la novena gozó de la comunión con su Padre, mientras que, desde la sexta hasta la novena hora, esta porción, que era el gozo eterno de su alma, le fue rehusada. Más aun, Dios estaba en su contra. Esto es lo que toma absolutamente insondable lo que pasó durante esas tres horas, como así también lo que las hace enteramente distintas de las tres horas que les precedieron. Los sufrimientos que Jesús padecía de parte de los hombres, de los cuales tenemos el cuadro moral en los versículos que siguen, pasan a un segundo plano con respecto a aquellos que debió padecer bajo el golpe terrible del abandono de Dios. Si no recordamos eso, perderemos el sentido de lo que son las tres horas (te tinieblas, y entonces todos los sentimientos que corresponden al creyente en la contemplación de esta escena el temor, la gravedad, la humillación y la adoración – se verán debilitados. Es, en efecto, una escena inagotable a la cual debería volverse constantemente, en particular el domingo a la hora (le la adoración. Allí vemos a Jesús no ya como un modelo —lo que sí es antes de la sexta hora y después de la novena— sino como un Salvador, el único Salvador.
Se comprende que la cruz del Señor, tal como la Escritura nos la presenta y tal como sólo el Espíritu Santo puede permitimos considerarla, sea la gloria y la bandera de la Iglesia. Vemos allí el arreglo definitivo, por parte de Dios, de la cuestión del bien y del mal. Toda la sangre vertida desde los días de Abel, toda la corrupción, todas las cosas vergonzosas, así como todas las violencias, no son más que efectos. Aquí es alcanzada la fuente misma del mal. Sólo esta consideración de la cruz es adecuada para santificamos, para destruir en nosotros la ligereza, la frivolidad, la tendencia a obrar como el mundo, a bromear acerca del mal, perdiendo de vista lo que es la perfidia de la carne. Nada puede ayudamos a tal efecto como la cruz, y también en la medida en que pensamos en ella somos capaces de adorar. ¿Qué puede ser nuestra adoración si no penetramos en aquello de lo cual nos habla la cruz? Nuestro culto no debería ocuparse primeramente con nosotros, sino con nuestro Señor Jesucristo, con su sufrimiento y con su liberación después de la hora novena.
Uno también aprende a conocerse a sí mismo en la cruz, por contraste con Cristo, viendo en él un hombre que actúa, que habla, que guarda silencio para gloria de Dios, y cuya total manera de ser es tan opuesta a la nuestra. Nada nos rebaja tanto, y ello es algo excelente. Tales pensamientos ponen fin a todas nuestras pretensiones y a los esfuerzos que hacemos para cubrir nuestra carne -voluntariosa y corrompida- con apariencias por medio de las cuales nos seducimos a nosotros mismos al querer impresionar a otros. Si permanecemos ante la luz de la cruz, de esta cruz bendita que abre paso al río de la gracia de Dios, seremos felices. Pero ¡cuán a menudo nuestras palabras van más allá de lo que pasa en nuestros corazones, particularmente en el culto!
La meditación de estas cosas, las más elevadas de todo lo que la revelación de Cristo nos ofrece, está absolutamente ligada a la existencia de un testimonio para el Señor. No hay testimonio verdadero sin este punto central que es el origen de toda la obra de Dios con respecto al hombre. Por eso la Mesa del Señor, en la que se celebra el recuerdo de la muerte de Cristo, constituye el centro de una asamblea de cristianos. Si nuestras actividades, nuestros servicios, la predicación del Evangelio, la preocupación por las almas velan en nuestros corazones la belleza moral de la cruz, es una pérdida que nada puede compensar.
¡Cuán grande sería nuestra felicidad si la Iglesia estuviera despojada de todos sus ornamentos humanos! ¡Qué gozo gustaríamos si tuviéramos un deseo más grande de identificarnos con Cristo tal como es! ¡Qué gozo sería para el corazón de él! Estamos unidos a Jesús en los efectos de su muerte, pero nos hace falta experimentar también que estamos unidos a él en su muerte misma. El lugar de vergüenza y de rechazo que tuvo de parte de los hombres, es el nuestro; deseemos gustar de ese privilegio. Pero, ante todo, nos hace falta experimentar que el juicio de Dios que cayó sobre Cristo es el nuestro, aquel que se debía a nuestra naturaleza pecadora y a sus frutos. Si lo experimentáramos plenamente, el culto, la cena, todas las reuniones ¡cuánto mayor sencillez tendrían, cuánto mayor profundidad, cuánta mayor espiritualidad! Pero el Espíritu Santo no puede brindarnos la contemplación de esta maravilla que es la cruz sin que efectivamente estemos librados de la propia voluntad interior no juzgada, en base a egoísmo y orgullo, que es la que precisamente halla en la cruz su condena sin apelación. Él tampoco puede hacernos gozar de ello cuando nuestros corazones están cargados de toda clase (le cosas y llenos del polvo y del barro del mundo. ¡Ojalá él nos desembarace de todo ello para que Jesús tenga el primer lugar en todos los corazones que son suyos! Él es digno de ello, pues si sus sufrimientos físicos marcaron sus manos y sus pies, los sufrimientos de su desamparo marcaron su corazón. El1los permanecen allí, expresando el lugar eterno que ocupamos en su divino corazón de Salvador, «ese corazón que sufrió por nosotros».
Capítulo 3
«La muerte y el abandono pasaron por tu alma».
El culto es el servicio más maravilloso que haya sido confiado a los hombres. Sin embargo, la mayor parte de los cristianos no dan el primer lugar a ese servicio, e incluso están muy lejos de dárselo. También en eso vemos una victoria de Satanás en sus esfuerzos para apartar de lo que es esencial.
La esencia del culto es la perfección de la víctima y de su obra presentada ante la mirada de Dios. Es cierto que para los rescatados no hay culto sin el recuerdo del sacrificio por el pecado, como lo vemos en la apertura de la alabanza en el capítulo 1 del Apocalipsis, pero, cuanto más examinemos las perfecciones de la víctima en sí misma, tanto más nuestros canastillos estarán llenos para el culto (Deuteronomio 26:11). Y esas perfecciones, que brillan de una manera incomparable en este salmo, son las glorias de Jesús en sus sufrimientos de la cruz.
Se tratan relativamente poco estos sufrimientos en la Escritura ; no se nos dice lo que han sido, pero están sobreentendidos cuando él habla de sus iniquidades (Salmo 40), de sus pecados y de su locura (Salmo 69) o, en el salmo que nos ocupa, del desamparo por parte de Dios. Se los discierne cuando la Palabra nos habla de esa espada que despertó contra el pastor de Jehová, contra el hombre compañero suyo (Zacarías 13:7), cuando el Señor menciona que las aguas le entraron hasta el alma, que él está hundido en cieno profundo y que la corriente le ha anegado (Salmo 69). Éstas son cosas insondables para el espíritu humano, las que sólo podremos comprender en la eternidad. El versículo 2 de nuestro salmo, como también los versículos 14 y 15, nos dan una idea de la intensidad de los sufrimientos de aquel que de tal manera fue desamparado y herido por Dios. "¡Dios mío, clamo (le día, y no respondes; de noche también, y no hay para mí sosiego!". Él, que en el Salmo 63 dice: "¡Oh Dios, Dios mío eres tú! ¡de madrugada te buscaré!" debe reconocer aquí: "clamo de día, y no respondes". Se dirige a su "Dios fuerte", pero no obtiene respuesta. Sin embargo, es muy digno de ver que el Señor tiene el rostro dirigido hacia Dios y vierte ante él su queja. Si bien su oración no tiene acceso a Dios, como está escrito en las Lamentaciones de Jeremías (3:8), Dios permanece siendo siempre el objeto de su corazón y el motivo de su vida. La perfección suprema del Señor Jesús fue manifestada así en sus mismos sufrimientos de la cruz; allí, lo que él es fue demostrado de una manera absoluta; y es la perfección de la víctima lo que, como adoradores, presentamos a Dios, su Padre.
No solamente contemplamos en este salmo las perfecciones de la naturaleza del Señor, sino también las perfecciones de sus sentimientos, y en particular la confianza que se manifiesta en ese mismo momento. Cuando Jesús está clavado en la cruz, proclama la santidad de Dios: "Empero tú eres santo, tú que habitas entre las alabanzas de Israel" (v. 3). Él se asocia con Israel al reconocer que Jehová es digno de sus alabanzas, al mismo tiempo que mide lo que es la santidad de Dios al soportar el peso de toda su cólera contra el pecado. No era posible para la santidad de Dios que hombres pecadores fuesen reconciliados con él, a menos que una víctima perfecta fuera ofrecida por ellos. Hacía falta la perfección de esta víctima pura y sin mancha para responder a la santidad divina. El Señor Jesús, mediante su muerte en la cruz, dio ocasión a su Padre para desplegar su gloria por la eternidad. Se ha podido decir que, de no haber habido ningún pecador salvado, el Señor habría dado su vida para que la gloria moral de Dios fuese eternamente manifestada.
En los pocos versículos que siguen, Cristo recuerda la fidelidad de Dios, quien siempre salvó sin excepción a los que confían en él. El mismo Señor había invitado a confiar en Dios, y helo aquí públicamente ante los hombres, ante los ángeles, ante toda la Historia , obligado a proclamar que él mismo está desamparado por Dios.
¡Qué motivo de asombro es esta escena extraordinaria para los ángeles que la contemplan! En efecto, el Señor declara en el versículo 4: "En ti confiaron nuestros padres... y tú los salvaste". Jamás en toda la historia de la humanidad se había visto un hombre que, habiendo confiado en Dios, fuese desamparado por él. En apariencia, Dios se negaba a sí mismo. En el Salmo 69 el Señor, al interceder por los suyos, pide que no sean confundidos a causa de él. Ruega que el desamparo del cual es objeto no sea un motivo de escándalo para los santos, una piedra de tropiezo para los que buscan a Dios, quienes, a causa de tal espectáculo, podrían llegar a dudar de su fidelidad. Guardando la justa proporción, es el sentimiento que hacía decir a Pablo en sus tribulaciones: "Os ruego que no desfallezcáis a causa de las tribulaciones que por vosotros sufro, las cuales son una gloria para vosotros" (Efesios 3:13). Aquí, en los versículos 4 y 5, Jesús da testimonio de la fidelidad de Dios, la que jamás había dejado de responder a la fe de los padres ni a la de nadie. Pero, en el versículo que sigue (v. 6), él se presenta como un contraste. Allí podemos considerarle en su increíble sumisión, en su humillación sin par: “Mas yo soy gusano, y no hombre...”
Se ve, en los versículos 7 y 8, cuánto sufrió el Señor a causa de la burla de la que era objeto cuando estaba en la cruz, y principalmente por esta pérfida expresión de los principales del pueblo: "Se encomendó a Jehová; líbrele él; sálvele, puesto que en él se complacía". El corazón del Señor fue infinitamente sensible a esta flecha que estaba bajo la lengua de los hombres, según la expresión del Salmo 57: "hijos de hombres, cuyos dientes son lanzas y saetas, y su lengua una espada aguda" - El era acusado, como anteriormente Job por sus amigos, de no haber complacido a Dios: "líbrele ahora, si le quiere" (Mateo 27:43). Eso también confesará más tarde el residuo: "nosotros le reputamos como herido, castigado de Dios..." (Isaías 53:4). Mientras Job, quien anteriormente no había pecado con sus labios, vaciló ante esa prueba, Cristo se mantuvo firme y sus propias perfecciones fueron manifestadas.
Con relación a este desafío: “¡sálvele, ya que se complace en él”, es precioso oír, como un eco proveniente del otro lado de la resurrección, la respuesta del Señor Jesús: “me sigue librando, por cuanto se complace en mí” (Salmo 18:19). El desafío, además, se dirige al propio Jehová y se puede pensar en lo que fue para el corazón de Aquel que, en el Jordán, había abierto el cielo para declarar: "Tú eres mi amado Hijo; en ti hallo mi complacencia" (Marcos 1:11). Por otra parte, hagámoslo notar, los propios testigos comprueban aquí que, en ese momento supremo, Cristo se confía a Jehová.
Parece que en el versículo 9 el Señor llama a Dios. Si los hombres pensaron y dijeron que él no había agradado a Jehová -pues de otro modo él le habría salvado- Cristo expresa su certidumbre interior en cuanto a que, desde el seno de su madre, él se confió a Dios. También se puede contrastarle con Job, quien, en el día de la prueba, al pasar por el crisol, exclamó: "¿Por qué no morí yo desde la matriz?" (Job 3:11).
Un detalle que pone de relieve esta confianza del Señor es que, en el momento de su desamparo, no dice "Oh Dios", como en el Salmo 63 por ejemplo, sino "Dios mío" (v. 1, 2 y 10). Es éste un detalle aparentemente formal, pero en realidad tal detalle pone de manifiesto una verdad infinita.
El Señor realiza plenamente lo que es la fidelidad en lo tocante a la confianza, algo que nosotros conocemos tan poco y que, sin embargo, es una de las grandes virtudes de la fe.
¿Durante cuántos instantes, en el curso de un año, tenemos confianza en Dios? Nos apoyamos más fácilmente en las circunstancias, en los hombres o en toda clase de cosas. Jesús habría podido apoyarse en su poder divino; habría podido protegerse, buscar una salida en muchas ocasiones; pero nunca lo hizo. Así lo vemos en la barca, mientras dormía, cuando, una vez que su confianza fue completamente manifestada, él pudo hablar como Dios para reprender al viento y al mar. Toda su vida en lo privado fue siempre así. La confianza perfecta, constantemente manifestada hasta entonces por el Señor, le permite hablar como lo hace en circunstancias tan difíciles. Y precisamente él, el único que había podido comprobar que se podía confiar absolutamente en Dios, ése mismo, después de haber marcado ese camino públicamente, proclama que el Dios en quien ha confiado le abandona, pero, al mismo tiempo, proclama que, sin embargo, ¡continúa confiando en su Dios! No hay aspecto más elevado de la perfección de Cristo.
No bastaba que la vida del Señor aquí abajo, esa vida de confianza fuera ya algo maravilloso, pues lo más bello, lo más glorioso habría faltado en la gloria de Dios. Hacía falta esta circunstancia inaudita del desamparo para poner en evidencia la verdadera medida de la perfección de Cristo manifestada con su confianza. Nadie podrá decir: Cristo confió porque Dios estaba a su favor, o también porque no tenía pecado, ya que le es más difícil confiar en Dios a un hombre que está cargado con su pecado. Vemos a Cristo confiar en Dios cuando Dios estaba contra él como no lo estará jamás contra nadie. Él permanece perfecto, igual a sí mismo hasta el fin de la prueba.
Si nosotros podemos gozar de las consecuencias de esta confianza en Dios, lo debemos exclusivamente -tanto los creyentes anteriores a la cruz como los posteriores a ella- al hecho de que Jesús soportó esos sufrimientos sin flaquear y sin tener apoyo alguno. ¿Qué es lo que invadiría el alma de todo pecador, como nosotros, en una prueba mucho menos intensa que aquélla? La desesperación. La desesperación se apodera de un hombre cuando ya no tiene más apoyo. Y Jesús no tiene ningún apoyo a su alrededor, ningún apoyo, ni de parte de los ángeles ni de parte de Dios. Sin embargo, nada le faltaba en cuanto a confianza; Jesús tenía confianza en Dios cuando no había ninguna razón exterior para tenerla. No había más que una sola razón, de orden interior: su propia perfección.
Hacía mucha falta que esta prueba sin par tuviera efecto, sin lo cual los problemas morales esenciales jamás habrían sido abordados. Pero ahora todo es una perfecta seguridad; cualquier cuestión moral que se considere, se la ve solucionada en la cruz. Satanás no tiene más nada que decir; tiene la boca cerrada; la tuvo así durante la vida de Cristo y la tiene en la muerte de Cristo. Vemos allí el triunfo absoluto del hombre perfecto sobre todas las consecuencias del mal.
¡Cuán grande trabajo fue necesario a causa de la entrada del pecado en el mundo! La desconfianza fue sembrada en el corazón de Adán y en el de Eva en ocasión de la caída. Fue necesaria la confianza de Cristo hasta el desamparo mismo para restablecer la confianza del hombre ante Dios; también fue preciso que Dios fuera glorificado de una manera infinitamente superior mediante la confianza de Jesús durante las tres horas. La gloria de Dios, ofendida por la desconfianza, exigía esta medida.
Con facilidad tenemos tendencia a considerar estos hechos de una manera general y superficial, pero Dios desea que recordemos que todos estos sufrimientos eran reales. Las verdades morales y espirituales son muy superiores a todas las otras realidades. Y no hay una verdad moral que no haya sido abordada en la cruz; todas las verdades se encuentran allí liquidadas, todas las cuestiones están allí fundamentalmente solucionadas, para gloria de Dios, para gloria de Cristo y para bendición de los elegidos. Por eso, considerar la cruz es considerar lo más maravilloso y lo más santo. No hay nada más excelente que estudiar la cruz.
El amor, la confianza, la obediencia, la dependencia cabal, todos estos rasgos diversos de la vida divina nos los hace contemplar Jesús en su vida y, ante todo, en su muerte. De ello se nutre la Iglesia.
Capítulo 4
«La humillación profunda, la completa obediencia»
Este cuadro en el que contemplamos a Jesús como el objeto central del odio del hombre tiene una grandiosidad que nos supera. Él está allí, en la cruz, sin responder a las burlas, a los sarcasmos, a las injurias de todos, incluidas las de los malhechores que están a cada lado de él. Sin embargo, pese a todo lo que los hombres puedan infligirle, sus pensamientos no se apartan de su Padre, a quien se dirige. No tiene nada que decir a los hombres, sino que habla a su Dios con entera confianza.
Desde el versículo 12 hasta el versículo 18, el Señor expresa ante Dios sus sentimientos en la terrible situación en que se encuentra: alzado de la tierra, en medio de malvados; y la expresión de su angustia le lleva, en el versículo 19, a gritar a Jehová: "¡fortaleza mía, apresúrate para socorrerme!"
Parece que en estos versículos se distinguen dos categorías de malvados. En el versículo 12 se trata de muchos toros y fuertes toros de Basán. Entendemos que se refiere a todos aquellos que recibieron una autoridad, los jefes del pueblo, los gobernantes, quienes asistían a la crucifixión y se mofaban de Jesús con el pueblo (Lucas 23:35). En el versículo 16, la expresión "perros me han rodeado; una turba de malhechores me ha cercado" parece designar, junto con los soldados romanos, al populacho, a la multitud anónima. Todos ellos estaban de acuerdo para consumar su crimen.
Al propio tiempo que describen la actitud de estas dos clases sociales, estos versículos nos presentan dos diferentes clases de sufrimiento para el Señor. Está, en primer lugar, lo que Cristo experimentaba de parte de aquellos que demostraban su fuerza y autoridad contra él, mientras que el segundo grupo (v. 16 y siguientes) nos presenta más bien lo que él sufría porque se le miraba en su vergüenza (v. 17 y 18). Experimentaba, por un lado, los sufrimientos debidos a la dureza despiadada, a la crueldad de aquellos que se aprovechaban de su debilidad; por el otro -lo que quizá era aun más penoso para él- sentía profundamente los sufrimientos que le infligían esos perros, símbolo de los animales impuros, quienes le contemplaban sin la menor reserva moral, no haciendo más que gozar de su vergüenza. Ante el Señor, que aceptaba verse sometido a esas miradas durante su sufrimiento, ellos daban rienda suelta a todo su desenfreno moral.
Es bueno que pesemos esas dos clases de sufrimientos que el Señor experimentó allí de parte de los hombres, cuando, en contacto con toda esta violencia y toda esta ignominia, buscó el consuelo de Dios al decir: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado?". El hombre aprovechó esa ocasión para mostrar toda su maldad contra alguien que se ofrecía -dicho con toda reverencia- como blanco perfecto a la violencia y a la corrupción del corazón humano.
Por lo demás, si bien encontramos dos clases de personas en torno a la cruz, en realidad ellas abarcan a todas: al pobre y al rico, al hombre culto y al rústico, todos los peldaños de la escala social están allí. Pero Dios no tiene tiempo que perder con esas apariencias de las cuales nosotros hacemos tanto caso, y el mismo hombre es tan pronto como un toro o un fuerte toro de Basán, tan pronto como un perro que se regocija con la vergüenza de otro. Ello nos cubre de confusión, con justa razón. No hay millones de hombres diferentes para Dios; hay dos hombres y sólo dos: el primer hombre y el segundo hombre. Ambos están aquí uno frente a otro. La verdadera historia del mundo la tenemos en esas horas de la cruz. Allí tenemos los rasgos definidos de lo que es el mundo, de lo que es el hombre. No es necesario leer todo lo que el hombre escribió para saber lo que es el primer hombre; en ello no encontraríamos nada más que lo que tenemos aquí, en la presencia de una luz moral perfecta. La realidad de la historia del mundo y del hombre está aquí, en esta escena inaudita en la que el hombre perfecto es moralmente pisoteado, insultado por esos perros que le contemplan y se burlan de él en su vergüenza, públicamente, como ninguno de nosotros podría soportarlo ni un instante. Es ése un cuadro permanente: el corazón abierto de Cristo y el corazón abierto del hombre, uno frente al otro. Y podemos también ver allí la grandeza insondable del corazón de Dios, quien, conociendo todo de antemano, dio a Aquel cuya perfección fue así manifestada, para salvación de una humanidad cuya maldad toda era, al mismo tiempo, absoluta y definitivamente demostrada. Todo lo que vemos allí es inefable; la eternidad no alcanzará a agotar la meditación de ello.
Hay aquí una incomparable belleza moral frente a una fealdad total. En las comparaciones que hace el Señor acerca de todos esos hombres se puede advertir el estilo divino que nunca cae en el realismo trivial o fuera de lugar de los hombres y que describe esta escena con una justeza de expresión ligada a una perfecta delicadeza. La actitud del Señor, caracterizada por una debilidad total, una completa falta de energía, está en absoluta oposición con aquella de los toros y los fuertes toros de Basán. Se ve morir hombres mientras se defienden, en tanto que Cristo manifiesta una entera aceptación del sufrimiento sin intentar la menor resistencia.
Otra manifestación de la sumisión del Señor consiste en que no se fija en las causas secundarias. Ve todo eso, habla de ello, pero declara: "tú me has puesto en el polvo de la muerte" (v. 15). ¿No había tomado de manos del Padre, en Getsemaní, la copa que ahora bebía?
Otro rasgo ante el cual es también preciso detenerse es que el Señor no levanta la cabeza en medio de esta vergüenza y de este dolor. Un hombre puede reaccionar por orgullo y aun desafiar a otros; es una actitud defensiva; pero Cristo no apela a ninguna defensa; acepta, confiesa y proclama públicamente la situación en la cual se halla. La perfección absoluta brilla allí; sometida a la más terrible prueba, ella triunfa. Él no es ayudado por nada ni por nadie. Todo y todos están contra él; los principados, Satanás y los demonios están también contra él. Está crucificado, doliente, aparentemente reducido a la impotencia y, sin embargo, en ese momento despojó a los principados y a las potestades y les sacó a vista en público, triunfando sobre ellos en la cruz (Colosenses 2: 15). Todos los esfuerzos de Satanás y del hombre -de quien Satanás se valió para impulsar al Señor a protegerse y sustraerse del sufrimiento- todos esos esfuerzos fueron vanos, de manera que el ejemplo del Señor, evidentemente, es único. No ha habido ningún dolor como el suyo; nada se le aproxima. Por un lado, en efecto, todos los otros dolores humanos son dolores de pecadores y, de hecho, ellos a menudo y en gran parte son merecidos. Por otro lado, no ha habido jamás ninguna aceptación del dolor tan perfecta como ésta. El Señor no es admirable porque sea un héroe que desafía a sus enemigos; él lo es porque se somete absolutamente. Es la puesta a prueba de su perfección, pues se trataba de ver si esta perfección sería más fuerte que todo el sufrimiento que le estaba preparado, y éste estaba en relación con el arreglo de toda la cuestión del bien y del mal. Este arreglo fue absoluto y fue hecho según Dios. El problema no puede volverse a plantear; Satanás lo sabe bien.
Si la cuestión de la confianza estaba terminada, igualmente lo estaba la de la perfecta sumisión. Sabemos, en efecto, que en ese momento el Enemigo se presentó: "¡Si Hijo eres de Dios, desciende de la cruz!". El diablo se servía de los hombres para tentar a Cristo: "¡Sálvate a ti. mismo!". Sólo podemos prosternamos ante esta sumisión perfecta que muestra el amor del Señor hacia su Padre. Satanás, en ese momento decisivo, empleó todos sus medios; coaligó la totalidad de sus esfuerzos en una suprema tentativa por vencer la resistencia, la fidelidad del Señor. Todo lo que estaba en juego entonces en cuanto a la potencia del diablo es un hecho muy solemne, a propósito del cual la Escritura es particularmente sobria en detalles. Pero ¡qué premio debemos ahora vincular con la victoria de Cristo! El poder de Satanás está hoy destrozado, su derrota está consumada.
Lo que es en sí mismo el mal misterioso que penetró en el mundo, por qué Dios permitió que entrara y, antes de esto, cuál fue la caída de Satanás, no ha sido revelado. Pero sabemos que fue a causa del hombre, en el hombre y por el hombre que debía ocurrir el triunfo del bien sobre el mal. Dios fue manifestado y glorificado en el hombre. No lo fue en los ángeles. Éstos no tienen ni una nota que entonar en esta alabanza que no es su cántico. Se puede decir que Dios debe el despliegue de su gloria al hombre, es decir, a Cristo, a su venida a este mundo y a su muerte en la cruz para solucionar, en el transcurso de las tres horas sombrías, la espantosa cuestión del pecado. Al hombre Cristo Jesús le debe Dios la gloria que adquirió allí con la redención. Este triunfo del bien sobre el mal es algo infinitamente superior al mantenimiento de la inocencia. En él halló Dios la ocasión de revelarse. Si queremos saber lo que es Dios, lo encontraremos en la cruz; si queremos saber lo que nosotros somos, también en la cruz lo conoceremos, y es allí donde debemos volver siempre. La epístola a los Romanos nos da la razón espiritual de ello, pero aquí, en este Salmo 22, tenemos el hecho como en ninguna otra parte. El corazón del hombre de todos los tiempos, en su estado natural, se manifiesta allí, pero él es el mismo por doquier. La cuestión fue definitivamente solucionada por Cristo para Dios. Ella también debe ser solucionada como juicio interior en cada corazón. Su realización práctica en nosotros, sin duda, deja que desear, pero, al menos, estemos totalmente convencidos de que todo lo que somos en nuestro estado natural está manifestado y solucionado en la cruz. Damos un paso inmenso cuando llegamos a esta convicción.
Nuestro yo fue desenmascarado en la cruz. Mostró su verdadero rostro y fue condenado, de manera que los cristianos, instruidos por Dios, no tienen que hacerse más ilusiones. Todos los esfuerzos morales o materiales para embellecer al hombre son vanos; no constituyen más que una inútil tentativa para olvidar o para rechazar la fuerza de la verdad en el alma. Pero es una maravilla que Dios nos haya hecho conocer estas verdades definitivas; no tenemos ya que dudar sin cesar, buscando, como lo hacen todas las filosofías de] mundo, la puntada final de la verdad. Ella está perfectamente revelada; no tenemos más que sacar las conclusiones.
Las posibilidades del hombre fueron manifestadas: un completo abanico de todos los crímenes, de los cuales el que supera a todos es la muerte de Cristo. Su germen estaba ya en el acto de Caín. Dios no nos halaga; su amor nos instruye acerca de lo que debemos saber para nuestro bien sobre lo que somos y sobre lo que él es. El camino de la felicidad comienza allí.
Si las horas de la cruz duraran todavía, la escena no estaría más presente a los o¡ os de Dios de lo que lo está hoy. Para él, el mundo es siempre idéntico a sí mismo, tal como se manifestó durante las seis horas de la cruz. ¡Pero nosotros mismos lo olvidamos tan fácilmente! Alguien ha podido decir que, si fuéramos fieles, deberíamos conducimos como si la muerte de Cristo hubiese ocurrido ayer. Si conserváramos verdaderamente el sentimiento de que la escena de la cruz acaba de desarrollarse, ¡de qué manera nuestra vida entera estaría impregnada del valor del sacrificio ofrecido, del precio pagado por nuestro rescate, como así también de un horror hacia el mal, equivalente a lo que costó su abolición!
Todas estas cosas, todas estas escenas, todas estas verdades nos invitan, cuando estamos en tomo a su Mesa, a recordar la muerte del Señor con felicidad, por cierto, pero también con qué gravedad, qué recogimiento, qué circunspección y... ¡qué silencios!
Capítulo 5
«El insulto cruel.... el oprobio sangriento del cual te colmó el mundo»
Los versículos 16 a 21 nos hacen discernir la delicadeza inigualable del Señor y los sufrimientos que padeció a este respecto. Exteriormente, él era un hombre como los otros, pero, entre otras diferencias, tenía en sí mismo una nobleza y una distinción moral infinitas. Ellas se ven aquí pisoteadas por los hombres, esos perros desencadenados contra él. ¡Qué ceguera la de ellos, la nuestra, para osar tan sólo poner las manos sobre el cuerpo del Señor! Él se ofreció a esta humillación sin protegerse tampoco de ella.
Si ellos mismos hubiesen guardado al menos la menor delicadeza, no se habrían atrevido a mirarle en la cruz. Hay cosas que no se miran. Un mínimo de consideración reclama que, con un sentimiento de turbación, se aparte la mirada de alguien que sufre. Por el contrario, ellos están ahí, cínicos, sin ninguna consideración. Le miran, le tocan, reparten sus vestiduras sin el menor miramiento. Está dicho repetidas veces: me han rodeado, me han cercado, para subrayar marcadamente la violencia y la maldad de esos hombres impuros. Todos ellos están coaligados contra el santo y el justo. Están todos unánimes en su ensañamiento contra el crucificado.
Estas expresiones de la Palabra son extremadamente elocuentes; evocan la hosquedad, la crueldad salvaje de los perros, la cobardía tan manifiesta hacia aquel que estaba indefenso. Tal era el corazón del hombre que desbordaba de odio contra su Creador venido hacia él, y venido para hacerle el bien: una verdadera jauría ladrando contra él, el perfecto, la expresión misma de la dulzura y la bondad. Son conocidas las reacciones feroces de una multitud en la que los instintos más bajos se revelan y se dan rienda suelta porque se escudan en el anonimato.
Estos versículos nos muestran de qué manera fue herido el corazón del Señor. Esta muchedumbre hostil a la que una curiosidad malsana atraía al espectáculo de la crucifixión y que debió de ser especialmente numerosa durante esos días de la Pascua , era la misma a la que, con solicitud y compasión, él había enseñado, sanado, alimentado en el desierto, la misma que había querido hacerle rey y que le había aclamado unos días antes, cuando entraba en su ciudad real de Jerusalén. ¡Cuán sentida debió de serle esta ingratitud! Es comprensible que su corazón se sintiera fundido como la cera ante tal odio del hombre en su contra. Las expresiones empleadas aquí son extraordinarias: "mi corazón... se derrite en medio de mis entrañas"; "como aguas he sido derramado---. Hubo violencia, hubo odio, ingratitud y burla; todo fue dirigido contra él. Todo lo que el corazón del hombre tiene de maldad se manifestó por completo en la cruz.
Sobre la base de sentimientos naturales se pueden apreciar algunas diferencias entre los hombres en cuanto a su manera de obrar. Algunos, ante la vergüenza de otro, harán algo para ocultarla en la medida de sus posibilidades. Pero aquí, todos indistintamente son ignominiosos, y no cabría más, después de esta escena, fiarse en absoluto de la delicadeza moral del corazón humano ni de la percepción del decoro que el hombre habría debido de tener para con Dios y para con el "Hombre perfecto". Cuando el "Hombre perfecto" se ofrecía, el hombre, sin reconocerlo, se aprovechó de ello de una manera total para revelarse enseguida tal como es. No pudo ser más hipócrita.
La completa ruina del hombre queda así definitivamente demostrada, al igual que la imposibilidad de un contacto con Dios. Sólo hay un contacto posible entre el hombre en su estado natural y Dios: es el juicio, si a eso puede llamársele un contacto. No lo decimos para rebajar al hombre, pero, si los sufrimientos del Señor y su gloria moral son un lado de la verdad, hay otro que es inseparable de ella, a saber, el triste estado del hombre. Para estar convencido de ello, Dios no necesitaba someter a prueba al hombre presentándole a su Hijo, pues conocía ese estado desde la caída del hombre. Pero nosotros sí teníamos necesidad de ello para poder ver así nuestro retrato. ¡Cómo deberíamos ser a este respecto ante los hombres que alientan un muy elevado concepto de sí mismos! ¡Cómo deberíamos distinguirnos de ellos y no tener temor de decir oportunamente lo que es el hombre a los ojos de Dios! Que no se hable, pues, de tacto o de delicadeza natural; en ese terreno, el hombre está catalogado. En sus relaciones entre ellos, eso puede tener su valor, pero Dios demostró -Cristo demostró lo que puede hacer el hombre desde el punto de vista de la delicadeza moral: regocijarse con malicia de la vergüenza de Jesús. Y lo que el Señor dice aquí -pues es siempre él quien habla- demuestra cuán sensible es al respecto: "ellos me miran, me consideran". Él lo experimentaba mucho más que nosotros porque él era perfecto; el pecado no había embotado su sensibilidad, una sensibilidad divina.
"Cuento todos mis huesos..." ¿no es ésta la declaración de su vergüenza física desplegada ante todas las miradas? Todos sus huesos eran visibles. La labor, la fatiga, los sufrimientos habían sido la parte del Señor, y su cuerpo daba testimonio de ello. Y es, además, una expresión de fe, ya que, según la Escritura , ninguno de sus huesos debía ser quebrado (Salmo 34:20). Parece que los huesos son el símbolo de la voluntad del hombre. Un hombre puede resistir porque tiene huesos, y se encuentra en varios pasajes de la Escritura , figurada o realmente, que Dios está obligado a quebrar los huesos para poder bendecir: "¡Así me romperá todos los huesos!" dice Ezequías (lsaías 38:13). Pero en el Señor no había nada que quebrantar, y ello debido a la ausencia de propia voluntad, o más bien debido a la voluntad profunda que consistía en hacer la del Padre, incluso hasta la muerte.
Se comprende que jamás existió a un hombre que, teniendo el poder de sustraerse a tales miradas, no lo haya utilizado. Nadie que tenga ese poder soportaría el dolor de semejante humillación de parte de los hombres ¡y de qué hombres! Sí, nosotros, que somos tan propensos a rodearnos de honores, a adornarnos y engalanamos, leamos lo que está dicho allí: 61 ¡Partieron entre sí mis vestidos ... !"; y sabemos lo que a este respecto relata el Evangelio. El Señor habla como aquel que, consciente de todo, lo acepta porque ello era preciso. Él puede decir en otra parte: "Tú sabes mi afrenta, y mi confusión, y mi vituperio; delante de ti están todos mis enemigos. La afrenta me ha quebrantado el corazón ... !" (Salmo 69:19-20).
En general, en nuestro culto, en nuestras meditaciones y en nuestros sentimientos hay lugar para el recuerdo de ello. Por cierto que eso no es la expiación, pero sin esta perfección previa -por así decirlo- ante sus ultrajes, la expiación no hubiera sido posible. Si hubiera habido el menor pensamiento de enojo en su corazón frente a tantas cosas horrorosas que están en todos nuestros corazones, no habría podido ser la santa víctima. ¿Por qué Cristo ` que vino aquí abajo esencialmente para cumplir la obra de la expiación, debió conocer igualmente las tres primeras horas de la cruz, durante las cuales no tenía todavía nada que ver con la cólera de Dios ? ¿Por qué, ya que la redención debía ser lograda por medio de su muerte, tenemos en la Palabra el relato de su vida de hombre de dolores y en particular de esos últimos momentos en los cuales el odio de los hombres se vertía contra él sin medida? ¿Eso no habría podido serle ahorrado? No; entre otros motivos, era necesario que Jesús fuera manifestado como un sacrificio perfecto, y todas las pruebas por las que atravesó antes de las terribles horas de la cólera tuvieron ese maravilloso resultado. En el crisol del sufrimiento se manifestó un oro perfectamente puro. Todo se conjugó, de un lado, para hacer resaltar su perfección, y de otra parte para procurar impedirle que fuera perfecto. Es una escena inaudita, delante de la cual nuestras almas permanecen confundidas.
En estos dos párrafos (v. 12 a 15 y v. 16 a 20) en cierto modo se ve la manifestación de los dos caracteres del pecado: la violencia, por una parte, y por la otra la corrupción y sus efectos: la villanía, la bajeza. Cuántas veces, hombres que aparentemente tendrían vergüenza de dar un golpe a su prójimo se muestran moralmente bajos en su manera de hacer y de hablar. Todos debemos tener cuidado de esta perfidia de la naturaleza humana. La bajeza moral del hombre se encuentra en todas partes y nada la cambia. Hay cosas que la disimulan más o menos; se la verá quizá más fácilmente en ciertos medios calificados como realmente bajos, pero se la descubre igualmente en todos los medios. La educación, incluso la cristiana, no le hace nada. La frena, pero no la destruye. Sólo la naturaleza divina, dada al hombre cuando se convierte, está en condiciones de tener los caracteres de esta naturaleza. Sin el nuevo nacimiento no hay nada bueno en un hombre. Incluso después de la conversión, si la carne no es tenida por muerta, tarde o temprano ella se manifestará.
Un horrible sentimiento se pone aquí en evidencia, a saber, el odio respecto de todo lo que nos supera moralmente. Caín fue un homicida porque las obras de su hermano eran justas y las suyas eran malas (1 Juan 3:12). Tal sentimiento lo encontramos en esos "perros" y "toros", y lo encontramos también en nuestros corazones ¿no es verdad? Es una suerte de venganza hacia aquellos cuya perfección nos juzga. Y es exactamente lo que el mundo hace sentir al creyente en la medida en que éste sea fiel: el mismo odio contra todo lo santo, contra todo lo que manifieste el buen olor de Cristo. "Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo, padecerán persecución" (2 Timoteo 3:12).
En ninguna otra parte se nos da, como en esta escena de la cruz, la prueba de que no existe ninguna comunión entre la luz y las tinieblas. Como nada se podía reprochar a Jesús -al contrario-, entonces se vengaron de él. Pues bien; ¡el Señor ha permitido que sus testigos, a través de los siglos, soporten algo semejante e incluso que mueran en el oprobio! "En fatiga y arduo trabajo" -dice el apóstol- en frío y desnudez" (2 Corintios 11: 27). Éstas son palabras a las que no pesamos lo suficiente. Hay mártires a los cuales el Señor ha permitido que sean hechos espectáculo en una profunda humillación y que mueran honrándole sin tener malos pensamientos hacia sus verdugos. Así lo fue Esteban. Vemos en él un hombre que muere ignominiosamente, lapidado, ensangrentado, quebrantado, arrojado en tierra. Pero esta muerte es un verdadero triunfo; Esteban se parece a Jesús.
Cuando Adán y Eva cayeron no pudieron soportar su estado y se cubrieron con hojas de higuera. Moralmente nosotros hacemos igual, lo sabemos bien. Pero Cristo, aquí en la cruz, en contraste total con el primer hombre, cuando es despojado de todos sus vestidos soporta en todo sentido y ante todas las miradas la consecuencia de la falta de aquéllos. Este rebajamiento de Jesús -que nos hace falta saber leer entre líneas-, esta humillación pública, esta ausencia de todo lo que pudiera ocultarla es motivo de adoración para el creyente, ya que, a través de esta ignominia aceptada, la fe discierne toda la belleza moral que era el secreto de la fuerza desplegada para ocupar semejante lugar.
¡Qué cambio obra esto en nosotros respecto a todo aquello con lo cual tenemos, todos los días, un contacto inevitable, y acerca de todo lo que podemos hallar en nosotros mismo si ¡Cómo nos hace comprender también que no podemos buscar un jefe o un modelo fuera de Él!
¡He aquí nuestro jefe, nuestro Señor, nuestro Dios! Está en una cruz, despojado, humillado, afligido, rechazado por todos, hecho objeto de odio, de desprecio, de burla y de repulsión. ¿Estamos orgullosos de ello? ¿Nos gloriamos de pertenecer a tal amo y de adorar, ante el mundo, a un hombre crucificado? ¿Buscamos en ese mismo mundo otro lugar que no sea el suyo?
Capítulo 6
«Tú destruiste todo el esfuerzo del infierno y de la muerte»
Después de los versículos 16 a 18, tan destacables por su precisión profética, de la cual Cristo debía conocer toda la realidad "a fin de que se cumpliese la Escritura ", él apela a aquel que había sido su fuerza durante toda su vida (v. 19 a 2 l ). En Getsemaní "ofreció oraciones y también súplicas, con vehemente clamor y lágrimas, a aquel que era poderoso para librarle de la muerte" (Hebreos 5: 7). A él se dirige aún, en la hora misma en que deberá exclamar: "¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has desamparado? ". Ya le hemos oído decir, en el versículo 11: "¡No te alejes de mí!". Repite esta súplica en el versículo 19: "¡Mas tú, oh Jehová, no te alejes ... !". No dice "Dios mío", sino "Jehová", ¡tú que no cambias, tú que siempre eres fiel, tú que siempre has sido mi fuerza y mi liberación! Estas ardientes plegarias del Señor ¿quién las podrá sondear jamás? ¿Quién podrá medir la angustia y el horror de su alma durante esas horas tenebrosas? "¡Jehová, no te alejes!". Sentía que Jehová se alejaba de él, que estaba obligado a alejarse.
Se ve qué terrible asalto dirigía Satanás contra Cristo durante esas horas de las cuales el Señor había dicho a los hombres, instrumentos de Satanás, venidos para arrestarle: "...ésta empero es la hora vuestra, y la potestad de las tinieblas" (Lucas 22:53). Como otrora el filisteo con todas sus armas, el Enemigo avanza aquí con un completo arsenal de violencia, de maldad, de malicia y de corrupción. ¡Qué grito de dolor escapa del corazón del Señor en ese momento! Siente todo el furor de Satanás, su rabia, su odio en sus múltiples formas. Entonces exclama: "¡Sálvame de la boca del león!"
No parece, hablando con propiedad, que se pueda llamar combate a lo que pasó en la cruz entre Cristo y Satanás. En efecto, aquí no hay lucha, como en el desierto, cuando Jesús respondía al adversario por medio de la irresistible espada de la Palabra de Dios, o como en Getsemaní, donde la angustia del combate hacía manar su sudor como grumos de sangre que caían sobre la tierra. Satanás lo asalta, por cierto, y desesperadamente, pero se ensaña contra un Cristo sin defensa, quien no tiene más batalla que librar, ya que ha aceptado la copa, por lo cual no le opone ninguna resistencia. Las flechas y los dardos encendidos del príncipe de las tinieblas se agotan en vano contra la perfección de nuestro Señor Jesucristo. De esta extraordinaria manera fue obtenido el más clamoroso triunfo, una victoria no consignada en los anales de los pueblos, pero que exaltará durante la eternidad el cántico de los rescatados. « ¡Tuya, Jesús, fue la victoria en la cruz!».
Aunque es preciso ser prudente en la interpretación de las expresiones que describen los diversos sufrimientos del Señor, parece que se puede ver en la espada, en el poder (1) del perro y en la boca del león lo que Cristo soportó respectivamente de parte de Dios, de los hombres y de Satanás. La espada de Jehová se despertó contra el hombre socio suyo (Zacarías 13:7). Recordamos que el grito del primer versículo fue lanzado al final de las tres horas sombrías, hacia la hora novena. Cuando el Señor, presa de los dolores provocados por los hombres y Satanás, grita a Dios, es para comprobar que tampoco de ese lado hay algo para él; y no sólo que no hay nada a su favor (En francés (versión J.N.D.): "la patte" (la pata)) volviéndose hacia Dios, sino que Dios está contra él. Precisamente allí está lo que ha sido llamado el «misterio de misterios». Su grito hacia Dios ante el sufrimiento, recibió por respuesta el desamparo y la cólera. En el curso de su vida, como ya ha sido señalado varias veces, Cristo, por más humilde y desprovisto que haya sido -pues fue un hombre desprovisto, ya que su vida entera es la de un hombre que no tenía nada- en el curso de su vida tuvo a Dios consigo, y dio pruebas de fuerza y de poder al cumplir en ella innumerables milagros. Pero aquí, en la cruz, no hay el menor despliegue de poder exterior de su parte, no hay ningún milagro; sólo debilidad. Por eso dice él "mi fuerza", asumiendo la debilidad humana de una manera absoluta. La cruz era eso para Cristo: el sentimiento de una debilidad completa y de una debilidad aceptada. Fue crucificado -como está escrito- "en debilidad" (2 Corintios 13:4). Como ya lo hemos considerado un poco, durante estas horas no vemos ningún ejercicio de poder, ningún rasgo de cualquier clase de heroísmo, ningún arranque de voluntad como lo tienen los hombres, sino el abandono de toda voluntad, la aceptación consciente de todo lo que debía encontrar. ¡Y pensar que el Señor -quien ante todo era Dios, creador de todo, y quien tenía entre sus manos todo poder- aquí confiesa su debilidad! Es una maravilla moral que se agrega a las otras suyas. Ya no esconde más su debilidad, como así tampoco escondía su vergüenza. En eso también brilla su total perfección.
Como se ha dicho, ha habido fieles que experimentaron, en el curso de los tiempos, algo de esta vergüenza en una muerte ignominiosa, pero hay entre ellos y el Señor una diferencia inmensa, además de lo que se refiere a la perfección: los santos siempre pueden contar, en el momento de la prueba, con el auxilio de Dios, mientras que Cristo debió probar que Dios estaba contra él. Incluso a causa de ello todos los cristianos pueden estar seguros de que Dios no los abandonará jamás; no los abandonará jamás porque abandonó al único que merecía no ser abandonado. No hemos terminado de meditar acerca de este punto, pues lo haremos eternamente. Es de la mayor importancia que la Iglesia , en cada asamblea local, no lo olvide.
Capítulo 7
«La obra de gracia está terminada, Tú te has sentado en el lugar santo »
A partir del versículo 21, toda la escena cambia. Entramos en el terreno de las consecuencias ilimitadas de esta obra infinita, y la primera de todas -presentada sin demora- es la alabanza de Cristo hacia Aquel que lo libró en el momento preciso. El Señor alaba a Dios en medio de los santos porque Dios lo libró y nos invita a alabarlo con él, no ya porque nos haya salvado, sino porque resucitó a Cristo de entre los muertos.
Esta liberación de Dios, esta respuesta a Jesús, se puede decir que se manifestó de dos maneras. La primera, en que, al cabo de las tres horas de su desamparo, el Señor restableció la comunión con su Padre, ya que entonces deja de decir "Dios mío" y dice "Padre", como lo vemos en el evangelio de Lucas (23:46). La segunda fue su resurrección y su elevación a la diestra de la majestad en las alturas. Es la respuesta definitiva.
Después de las tres últimas horas, el Señor encomienda su espíritu a su Padre. La obra de la expiación está terminada. Pero falta solucionar la cuestión de la muerte y de su terrible poder. En la cruz, lo relativo al juicio de Dios y su cólera fue solucionado, al igual que lo referente a Satanás, pues, cuando el Señor exclama "¡Cumplido está!" ya ha logrado la victoria.
Pero aún había que apoderarse de las llaves de la muerte y del hades (Apocalipsis 1: 18); le faltaba pasar por los lugares a los que conducían las consecuencias del pecado. Una de esas consecuencias era la cólera de Dios, por la cual pasó Cristo durante las tres horas. Otra consecuencia era la muerte a la cual estaban sujetos todos los hombres. El Señor entra en la muerte, penetra en ese reino del hombre fuerte con el poder de una vida imperecedera. Entra en la muerte que no le podía retener y sale de ella despojando a Satanás de esta arma poderosa (Lucas 11:21-22; Hebreos 2:14-15), de tal manera que en adelante ella no es más nada para Cristo y para aquellos que están en él. Respecto a los demás hombres, por otra parte, la muerte está ahora en poder del Señor, pues él es "el primogénito de entre los muertos" (Colosenses 1: 18).
La manera en que Cristo entró en la muerte tiene mucha importancia. No murió bajo la cólera judicial, ya que primeramente recuperó el gozo de la comunión con su Padre. En segundo lugar, penetró en la muerte consciente de haber acabado completamente la obra, pues pudo pronunciar estas solemnes palabras: "¡Cumplido está!". Más aun, él da su vida exclamando a gran voz, prueba de que nadie se la quitaba, sino que la ponía de sí mismo a causa del mandamiento que había recibido de su Padre. Por último, su dependencia y su completa confianza brillan una vez más en este último acto que consiste en encomendar su espíritu en las manos de su Padre (Lucas 23:46). Pese a haber recibido tanto el poder de volver a tomar su vida como el de darla, la perfecta dependencia del Señor -si es posible penetrar en este misterio- no le permite ejercer este poder sin su Padre. La resurrección es presentada como una respuesta de Dios: "Me has respondido de entre los cuernos de los búfalos" (v. 21 - versión francesa de J.N.D.)
Cuando la hora de la prueba hubo terminado para Cristo, cuando el tiempo de su desamparo hubo llegado a su fin, llegó el de la liberación. Si Dios hubiera socorrido a su Hijo antes del momento preciso, nosotros no habríamos sido salvados. Por otra parte, su amor por él no permitiría que la prueba se prolongase un instante más que el necesario. (En nuestras pruebas, a nuestro nivel, podemos tener confianza en que la sabiduría de Dios, por un lado, y su amor, por el otro, darán a nuestros ejercicios exactamente la duración necesaria).
Lo que parece destacarse en estos versículos 22 a 24 es la expresión del inmenso cambio que el Señor experimentó al pasar de las horas terribles al gozo de la comunión con el Padre. Y él quiere que sus hermanos sepan qué Dios es aquel que le ha librado de las tres horas y de la muerte. Conoce y aprecia el interés que por su dolor sienten aquellos a quienes llama sus hermanos. "Óigate Jehová en el día de tu angustia" comienza diciendo el Salmo 20, y aquí, después de los sufrimientos, cuando todo ha transcurrido perfectamente, es el propio Señor quien exclama: "Ya me has respondido" (versión francesa de J.N.D.). El que intercedió por aquellos que temen a Dios -es decir, por sus hermanos- a fin de que no sean confundidos ni escandalizados a causa de su desamparo (Salmo 69:6), tiene, como bien lo comprendemos, mucha prisa por ir a anunciarles la maravillosa liberación de la cual acaba de ser objeto. Su amor esperaba de sus discípulos, como ahora lo espera de nosotros, un sentido y profundo interés por las cosas que le atañen y muy especialmente por esta respuesta que Dios dio a su fe. Y este aspecto de la alabanza es quizá demasiado raro. En nuestro culto no deberíamos dejar de bendecir a Dios por la manera en que libró a Jesús y, así, unirnos al gozo del Señor, quien adora y alaba a su Dios y Padre por ese cambio que ninguna lengua sabría expresar, del cual sólo él conoce la profundidad y que le hace pasar de la cólera de Dios a su más íntima comunión.
Si tuviéramos un más profundo sentimiento acerca de la prueba horrorosa a la cual fue sometido el Señor y si pensáramos más en su dolor, en su aislamiento, en su abandono, tendríamos más a menudo en nuestros corazones esta nota de alabanza para bendecir a Dios, quien liberó a Jesús de esas horas indescriptibles. Parece que ello no es frecuente en nuestro culto, pues bendecimos a Dios por lo que ha hecho por nosotros, pero muy poco por lo que hizo por Cristo. Las tinieblas, la cólera, el desamparo, y luego el pleno gozo del rostro de Dios como el que sintió Jesús, ése es el cambio que aquí se da a entender y que es celebrado. Y más aun podemos celebrarlo por cuanto, en cierta medida, este cambio es también nuestro, pues, sin haber sufrido el juicio de Dios, hemos pasado de la condición que merecía tal juicio al mismo favor del que ahora goza Cristo.
"Anunciaré tu nombre a mis hermanos". Él no sólo se da prisa por hacer conocer la liberación de la cual ha sido objeto, sino que quiere revelar a aquel que es el autor de ella, pues el nombre es la persona misma. Por cierto que el Señor había hecho conocer lo que era Dios antes de ir a la cruz, pero la plena revelación de Dios no fue hecha sino después de las tres horas. Todos los atributos divinos fueron manifestados en la cruz del Calvario. Antes de ella, la revelación de Dios por parte de Cristo había sido parcial; después de la cruz, esta revelación fue plena.
"He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo", dice el Señor en Juan 17:6, y más adelante: "Y les he dado a conocer tu nombre, y se lo daré a conocer" (v. 26). Aquí dice: "Anunciaré tu nombre". En la expresión "tu nombre" se siente todo el amor del Señor hacia el Dios de su liberación, un amor en el cual ahora desea hacer entrar, como su más caro deseo, a aquellos a quienes llama sus hermanos. Eso es lo que agrega Juan 17:26: "para que el amor con que me has amado, esté en ellos, yo en ellos". Sin embargo, este pasaje de Juan 17 es más general. Es lo que el Señor hizo durante su vida, tal como lo declara: "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", y es lo que continúa haciendo. Pero, en el versículo de nuestro salmo -citado en Hebreos 2- hay un hecho más preciso: el Señor quiere llenar el corazón de sus hermanos del gozo que hay en el suyo, un gozo vinculado a la liberación de la cual he sido objeto y que es también la de ellos. Él les da a conocer al Dios Salvador.
"Anunciaré tu nombre a mis hermanos" es como si el Señor dijera: «Iré a decir a mis hermanos qué libertador hallé en ti; voy a hablarles de ti tal como yo he aprendido a conocerte en la liberación de la cual he sido objeto». Es la gracia maravillosa que el Señor nos abra así su corazón respecto a la manera por la cual -osaríamos decir- él aprendió ti conocer a su Dios en sus liberaciones. Es cierto que Cristo, antes de haber sufrido y de haber sido escuchado, jamás había pasado por eso; tiene, pues, el corazón lleno de sentimientos y pensamientos que desea compartir con sus hermanos. ¡Qué prueba de ternura da al introducir así a los suyos en un tema tan precioso para su propio corazón! Y es aun más maravilloso si nos detenemos a pensar que, cuando el Señor tuvo que ser castigado y sufrir la cólera, no pudo compartir esta parte con nadie. Pero, cuando se trata de su gozo, él lo comparte con los suyos. Y ¡cuán dichoso se sentirá el Señor si, cuando le recordamos en su muerte y en su liberación, nos hacemos eco del gozo y de la alabanza que su corazón tiene para su Dios y Padre! Eso es lo que espera. Al meditar acerca de estas cosas, sentimos cuán pobres son nuestros cultos.
Es preciso no perder de vista que es un hombre quien habla aquí; es Dios, pero es un hombre, y a este hombre -que glorificó a Dios en su muerte y a quien Dios libró- están ligados todos los santos. La palabra "hermanos" tiene aquí un sentido más amplio que aquel que oímos entre nosotros en el sentido propiamente cristiano. Además, en el momento en que el Señor revela el nombre de su Dios y Padre, después de su resurrección, el Espíritu Santo no había venido y la Iglesia no había comenzado. Sin embargo, la cita de este versículo en Hebreos 2 permite aplicarlo al pueblo cristiano. La obra de Cristo nos ha hecho una familia sacerdotal. La bendición que se desprende de la obra de la cruz es ejercida respecto a todos los santos de otrora, pues Dios, por anticipado, pudo bendecirlos en Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Dios es nuestro Dios: ésa es la consecuencia de la obra de la cruz. Parece que la expresión "Anunciaré tu nombre a mis hermanos" no es solamente la revelación de que Dios es nuestro Padre, sino también el progreso que el Señor quiere hacernos realizar en cuanto al conocimiento y el disfrute de nuestro Dios y Padre, conocimiento que se profundiza en la medida en que uno se nutre de la Palabra y vive en comunión con el Señor. Y es también la revelación de Dios en nuestras propias circunstancias, tal como lo dice un cántico: «Para nosotros, él es un Padre».
Tal es, pues, la preciosa noticia que con tanta diligencia el Señor anuncia personalmente a los suyos. Los ángeles de la tumba dan testimonio de su resurrección, pero, en cuanto a la nueva relación en la cual desde entonces su obra colocó a los suyos y al conocimiento de su Dios y Padre, el Señor no confía a nadie más la tarea de informarles al respecto.
Éste es un conocimiento que conduce siempre a la alabanza. El Señor canta. "En medio de la asamblea te alabaré"; y él desea que nos asociemos a esa alabanza. ¡Con qué atención deberíamos procurar su dirección en ese servicio! "Cantaré con el espíritu..." (1 Corintios 14:15). ¿No es esto, en suma, cantar en armonía con el Señor?
Es evidente que, si nuestros corazones piensan seriamente en su sufrimiento y su muerte, como así también en su liberación y su gloria, tendremos entonces el oído atento para oír su voz y estar listos para seguirle, muy especialmente en la alabanza colectiva. Si, al contrario, nuestros corazones son livianos, poco sensibles a lo que Dios ha hecho por nosotros, no tendremos nada que expresar, ninguna nota que unir a su alabanza.
El Señor sólo tiene una cosa en vista: la gloria de Dios.—Yo te he glorificado en la tierra" (Juan 17:4). Eso es lo que tuvo ante sí toda su vida; en la resurrección, es también la alabanza
y la gloria de Dios lo que él tiene en vista. Antes de la cruz, yendo al monte de los Olivos con sus discípulos, todos cantan un himno. Cuando todo está cumplido, entonces —en medio de
la asamblea te alabaré".
En un mismo pensamiento asocia a su Padre y a sus hermanos. El vínculo queda establecido. Él piensa en Dios y piensa en los suyos. La obra de la cruz -no lo debemos olvidar nunca- es para Dios y es para el creyente.
Seamos humildes, considerando cuán a menudo nuestras actitudes, nuestras expresiones, nuestras actividades son convencionales. Eso se debe a que nuestro corazón no está verdaderamente cautivado por la gracia divina. Los conocimientos intelectuales no nos faltan, pero nuestro corazón está muy poco conmovido. Si él estuviese como debería estarlo ¡qué alabanza subiría hacia Dios y hacia Cristo a causa de su obra incomparable! Si supiéramos verdaderamente lo que es la gracia manifestada en Cristo, entonces nuestros corazones prorrumpirían en agradecimiento, en alabanza y en adoración.
Capítulo 8
«Tu cruz, del Padre santo hace brillar la gloria...»
El Señor, que se colocó bajo la maldición y la soportó, abre ahora las puertas de la alabanza a todos aquellos a quienes atrae en pos de él sobre el terreno de la resurrección. Se constituye un pueblo de adoradores. No olvidemos nunca que la adoración es la parte más elevada del servicio actual de los cristianos y la única parte de él que continuará eternamente, de manera que podemos repetir que no hay testimonio rendido al Señor según su pensamiento, según su corazón, según su gloria, sin que primeramente sea rendido el servicio de la alabanza. La primera Persona -y se puede decir la única- que posee pleno derecho es Dios. Jesús llevó a Dios a aquellos que fueron hechos suyos. De modo que ahora nuestra parte es nada menos que contemplar la gloria de Dios revelada en la Palabra , gozar de ella y, con el alma plena, bendecir a Dios por lo que es y por lo que ha hecho y bendecir a Jesús, tanto a su persona como a su obra. ¡Qué distinto a reunirse simplemente porque se está justificado! Nuestras bendiciones son innumerables, incalculables, pero no nos reunimos para hablar de ellas. La gloria de Dios debe ocuparnos antes que toda otra corriente de pensamientos. Entonces, Dios está en el alma y la llena, Cristo llena el corazón de su Iglesia, la gloria de Dios y la del Señor absorben los pensamientos y los sentimientos. Y ¿qué es esta gloria de Dios que se celebra y adora? Es él mismo. No sólo se adoran sus cualidades, sus atributos, sino que se adora a alguien, el Ser perfecto, aquel que es amor y luz. Alabamos a Dios porque es amor y no solamente porque somos los objetos de su amor; le alabamos porque es luz y porque en él no hay tiniebla alguna, y lo hacemos en la medida en que nuestro corazón esté lleno de luz, en que el corazón de la Iglesia esté en consonancia con el de Cristo. Celebramos los atributos de Dios: él es justo, santo, paciente, poderoso, supremo en majestad, sabio, fiel, invariable, pero, sobre todo, le celebramos en su naturaleza misma: amor y luz.
Todos los actos, todas las palabras, todos los servicios, todos los sufrimientos de Cristo apuntaron a ese objetivo final que siempre tuvo ante él y por el cual soportó la cruz: la gloria de Dios. El la reivindicó, la celebra y los santos la celebran con él. Todos los servicios de los cristianos, individualmente y como Iglesia, de igual manera deberían concurrir a ese solo y único objetivo: la gloria de Dios, pues todo servicio que no tiene por finalidad la alabanza de la gloria de Dios no es un servicio tal como lo concibe el Señor.
Al final del salmo encontramos a Dios glorificado en una medida diferente por varias categorías de rescatados que constituyen como un triple círculo, del cual Cristo ocupa la posición central. En el versículo 22 vemos primeramente la congregación, primera esfera constituida en un principio por el residuo completamente judío que rodeaba al Señor después de su resurrección (Juan 20). Este núcleo fiel fue refundido en la Iglesia , en el seno de la cual esta primera alabanza, más extendida, continúa y reviste una forma mejor definida y más profunda. Para las otras categorías, no encontramos el equivalente del versículo 24, es decir, la presentación de un motivo profundo que esté ligado a la liberación de Cristo tal como lo está en este primer círculo. La alabanza derivada de este motivo corresponde a la Asamblea , ya que la cita del capítulo 2 de Hebreos hace que estos versículos le sean aplicables.
En la segunda esfera —la de la grande congregación (v. 25 y 26)- podemos ver la reunión de todo el pueblo de Israel restaurado, restablecido. Este pueblo, creado para la alabanza, como dice Isaías: "Este pueblo he formado para mí mismo, para que ellos cuenten mis alabanzas" (43:21), estará en ese momento en el estado necesario para presentar esta alabanza, conducido por aquel que pagará sus votos. En el momento de una angustia se podían hacer votos a aquel del que se aguardaba la liberación, y, cuando esta liberación llegaba, se pagaban esos votos haciendo lo prometido. Es lo que encontramos en el Salmo 66:13-14 y en el Salmo 116:14.
Por último, el tercer círculo (v. 27 y siguientes) es el de la alabanza universal que llenará la tierra durante el período milenario, la cual también es consecuencia de la obra de la cruz.
Para caracterizar estas tres esferas en relación con la persona del Señor, se podría decir que, en la primera, él se nos presenta como el Jefe del cuerpo, el Esposo de la Iglesia ; en la segunda, como el Mesías en relación con su pueblo; y en la tercera, como el Hijo del hombre cuyo dominio se extiende sobre toda la tierra.
A estas tres clases, además, se las encuentra en otros pasajes, especialmente en el capítulo 12 de Juan, en el cual la primera clase está representada por María al ofrecer su perfume; luego, en la escena que sigue, vemos al Mesías que entra en Jerusalén, aclamado por su pueblo; por último, en la tercera, desean verle los griegos, gentes de las naciones. A su respecto, Jesús declara: "A menos que el grano de trigo caiga en tierra y muera, queda solo; mas si muere lleva mucho fruto" (v. 24). Lo dice porque todos los elegidos son el fruto de su obra.
Si retomamos el tema de la alabanza para considerarlo en el tiempo, vemos que, según la Escritura , el culto judío llegó a su fin y que el residuo judío creyente forma el núcleo originario de la Asamblea , de modo que hoy, en el mundo, no hay, respecto de Cristo, otra alabanza más que la cristiana. No hay más altar; Dios no tiene más una religión terrenal. Esta alabanza del pueblo terrenal, cuyos representantes fueron los apóstoles durante un tiempo, llegó a su fin para dar lugar a una alabanza celestial, aunque esté realizada en la tierra. Pero Dios no abandona este pensamiento de un culto terrenal en medio del pueblo elegido y, llegado el momento, esta alabanza se reanudará. Entonces toda la tierra, la que hoy en día no tiene nada que decir a Dios como alabanza y se preocupa poco por la obra de Cristo, unirá su voz para bendecir a Dios cuando su gloria llene la tierra "como las aguas cubren el mar" (Isaías 11:9).
Es éste un precioso pensamiento. Cuando la voz de Israel está acallada con sangre a causa del crimen de los judíos, es un hermoso pensamiento de gracia el que nos abre la contemplación de este porvenir en el que la voz de Israel se hará oír de nuevo y ello en virtud de la misma sangre de Cristo que los judíos vertieron. La gracia triunfará allí donde el pecado y el crimen abundaron. Y el que presentará los votos en medio del pueblo será el mismo a quien su pueblo dio muerte. Uno puede regocijarse al pensar que, entre esos pobres judíos a menudo hundidos en las tinieblas y la enemistad contra Dios, habrá un residuo. Estos judíos, a quienes se unirá el resto de las diez tribus, reaparecerán para alabar a Jehová, el Dios de los judíos, el Dios de Israel. Esto alcanza mayor envergadura cuando recordamos que, antes de ese momento, los judíos -como pueblo- después de haberse sometido al dominio y la conducción del Anticristo, habrán atravesado una crisis más aguda que todas las que hayan conocido.
Os habéis acercado -nos dice el pasaje de Hebreos 12 que define la posición de los judíos convertidos- no al monte Sinaí, sino "a la sangre de aspersión, que habla mejores cosas que la de Abel" (v. 24). Vemos así que la sangre de Jesús ha hecho, para todas las clases de elegidos, acallar la voz del juicio y elevar la voz de la alabanza. Sin embargo, comprendemos que las tres formas de alabanza -todas ellas verdaderas- tienen distinta altura según el círculo de que se trate. Durante el milenio los fieles no experimentarán que el velo fue desgarrado. Ello es específicamente el privilegio cristiano (Hebreos 10: 19-20), como lo es, por consecuencia, la alabanza en el lugar santísimo. Sabemos, además, que en el tiempo de la gran congregación habrá de nuevo un templo con sacrificios ofrecidos, los que serán conmemorativos del sacrificio de Cristo. Los privilegios de estos fieles no serán, pues, tan elevados como los que son conferidos a los cristianos. Los creyentes de la gran congregación habrán recibido el Espíritu Santo -lo que será "la lluvia tardía" (Oseas 6:3)- pero no lo habrán recibido como el Espíritu de adopción y no habrán sido bautizados por él para ser un solo cuerpo (1 Corintios 12:13). Ello también es exclusivo de la Iglesia.
No se puede olvidar tampoco que, si bien esta gran congregación debe regocijarse en Dios y en su Mesías, también se regocijará -y legítimamente- en las cosas de la tierra. Aquí son mencionados los opulentos de la tierra. Habrá alegrías y bendiciones enteramente terrenales, las que igualmente serán el fruto de los sufrimientos de Cristo. Se encuentran frecuentes alusiones a ese hecho en los salmos y los profetas. Pero consideramos que ése es un terreno muy diferente de aquel que nos ocupa. Ninguna bendición de la Iglesia es terrenal. El creyente es guardado individualmente por Dios, quien le ayuda en su vida; pero las bendiciones propias de la Iglesia y los motivos propios de su alabanza son puramente celestiales. Se sabe bien que en el culto estaría fuera de lugar dar gracias a Dios por habernos ayudado en nuestros asuntos materiales; mientras que, para el judío, será perfectamente oportuno bendecir a Dios por todo. Así lo dice el Señor en Mateo 5:5: "Bienaventurados los mansos; porque ellos heredarán la tierra". Estos mansos, que tienen el carácter del residuo, los encontramos en el versículo 26, al igual que en otros salmos. Ya no tendrán cruz que llevar; tendrán la gloria y la tierra, la gloria milenaria y la tierra acompañada, además, por una bendición espiritual, pero no del mismo orden que aquella de la cual nosotros podemos gozar. Ellos gustarán de tal bendición cuando hayan visto al Mesías después de su aparición. Habrán tenido pruebas y una vida de fe antes de que el Señor aparezca, pero serán profundamente ejercitados y hechos felices cuando hayan visto, mientras que la Iglesia ama al Señor sin haberle visto.
El estudio cuidadoso de la Palabra -y en particular de los salmos- nos preservará de mezclar las distintas corrientes de pensamientos y de gracias que ella revela, todos los cuales son para gloria de Cristo y para gloria de Dios Padre.
Capítulo 9
«¡Gloria a tu nombre, oh tú quien enteramente serás honrado por todos y para siempre!».
Los sufrimientos de Cristo tendrán un efecto de bendición para toda la tierra durante el período milenario. De ahí que toda la tierra tendrá, en ese momento, el corazón vuelto hacia el recuerdo de la cruz del Señor. Se puede pensar que durante esos mil años de justicia y de paz será mantenido el recuerdo de lo que el Señor hizo en la cruz, aunque con una declinación progresiva, como parece hacerlo notar la manera en que termina el reinado (Apocalipsis 20:8).
Todas las naciones, lo recordamos, estuvieron representadas en el rechazo de Cristo, todas las clases de hombres estuvieron allí para perpetrar su muerte. Es justo, pues, que la alabanza suba hacia el Señor también de parte de todas las clases de hombres y de parte de todas las naciones además de Israel. Por otra parte -lo comprendemos- es imposible que este salmo, en el que los sufrimientos de Cristo son presentados en toda su intensidad, como también en toda su eficacia, dando paso a la efusión de la gracia soberana, deje de presentamos el alcance de esta gracia, la que, de una u otra forma, llega a todas las clases de hombres. El corazón de Dios no sabría limitar estas manifestaciones a los privilegiados de la clase mencionada en primer término, aunque haya privilegios respectivos ligados a cada una de las categorías; pero será preciso que toda la creación y todos los representantes de los hombres sepan y proclamen los efectos de la muerte de Cristo a su favor. No estamos aquí sobre el terreno celestial en el que cantan las personas extraídas de toda lengua y pueblo y nación (Apocalipsis 5:8-10), pero será también así en la tierra, aunque el cántico sea diferente. Destaquemos además que, en estas escenas, la distinción entre judíos y naciones será mantenida. Está abolida en este momento; el muro medianero está destruido, pero la diferencia será restablecida y las doce tribus estarán allí gozando de una bendición particular, distinta de la de todo el resto de los hombres. Así en los días de Salomón, la hija del Faraón, extranjera por su origen, debía habitar en una casa aparte.
Israel tendrá entonces la posición central que habría debido ser la suya en la venida del Mesías si hubiera sido fiel, tal como está escrito en el Deuteronomio: "... el Altísimo... iba fijando los límites de los pueblos conforme al número de los hijos de Israel (32:8). Asimismo en Ezequiel 5:5: "Así dice Jehová el Señor: ¡Ésta es Jerusalén! En medio de los paganos la puse yo, y alrededor de ella están los demás países". Y esta restauración de Israel será para las naciones una inmensa fuente de bendición, tal como está dicho en Romanos: "Pues si el desechamiento de ellos es la reconciliación del mundo ¿qué será el recibimiento de ellos, sino vida de entre los muertos?” (11:5).
Los versículos 27 a 29 de nuestro salmo pasan por alto el período preparatorio durante el cual el reino será restablecido con autoridad por medio de los juicios. Se trata aquí de una autoridad ejercida, pero asimismo reconocida para dicha de aquellos que se sometan a ella. 'Tos términos de la tierra se acordarán...” ¿De qué se acordarán si no de lo que expresa la primera parte del salmo, es decir, de la obra inolvidable de la cruz? Entonces, conscientes de los derechos adquiridos por aquel que la cumplió, felices de tenerlo por Señor y de reco- nocerlo como el Rey de gloria, los habitantes de la tierra milenaria se volverán hacia Jehová y le rendirán la alabanza que le es debida.
Los hombres de toda condición, nos enseña el versículo 29, se sentirán dichosos de prosternarse ante el Señor. Los poderosos de la tierra, al igual que aquellos que estén en una situación desesperada, los grandes y los miserables, todos tendrán necesidad del Señor y serán impulsados a expresar su reconocimiento hacia él. Se regocijarán al recordar lo que él hizo por ellos.
Habrá allí una aplicación parcial de Filipenses 2: "... para que en el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, tanto de lo celestial, como de lo terrenal aunque aquí no se trate del estado espiritual de aquellos que se prosternan cuando doblan sus rodillas. El hecho en sí sólo está indicado en este pasaje en relación con la humillación insondable del Señor. Esta humillación merecía, por así decirlo, que no hubiera ninguna excepción, cualquiera fuese el momento, en cuanto a la autoridad suprema de aquel que se había humillado de manera tan suprema. Es el acto de sumisión de todas las criaturas, las que, en distintas épocas, reconocen y reconocerán que él es el Señor para gloria de Dios Padre. Los cristianos también tienen su lugar en estos versículos, salvo que ellos no doblan sus rodillas tan sólo con el sentimiento hacia una autoridad soberana, sino con adoración. Esta autoridad que todo el mundo deberá reconocer un día u otro, de buen grado o a la fuerza, fue dada -podemos agregar- a un hombre: el hombre Cristo Jesús. "El Señor" es un título que se aplica especialmente a Cristo hombre, tal como está dicho: "Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis" (Hechos 2:36).
Lo que pone de relieve esta adoración universal del Señor, es que ella habrá sido precedida por la adoración de la bestia. A los extravíos inauditos hacia los cuales el mundo se dirige actualmente, les sucederá este período de paz, de orden, de bendición, de alabanza. Ello nos compromete a no ser perezosos en cuanto al estudio de la Palabra y en particular de las profecías; éstas están vinculadas a la gloria del Señor, a su gloria actual y a su gloria venidera. En cuanto a la gloria actual, el Señor posee los derechos del reino, los que no pertenecen a otro ni a otros; Él es digno de que recordemos eso. En nuestros días, en los cuales los poderes humanos se desarrollan de manera extraordinaria, adhirámonos firmemente a este pensamiento: Dios tiene su Rey y nosotros tenemos también este Rey, nuestro Rey. Ello puede guardar nuestros corazones y preservamos del deseo de ocuparnos en asuntos de «política». La profecía es, si se nos permite usar esta palabra, la política de Dios y no conocemos otra fuera de ella.
Muchos pasajes de las profecías dan detalles acerca de la manera en que el Hijo del hombre será honrado por las naciones. De parte de algunos, la sumisión será puramente exterior, ya que el malvado será suprimido cada mañana (Salmo 101: S). Pero el Salmo 22 nos habla del hecho mismo -felizmente real según Dios-, del fruto de la obra de Cristo a favor de la creación toda. El recuerdo de esta obra será perpetuo y, en Israel como en otras partes, se la contará a un pueblo que nacerá. Hoy en día no es de extrañar que en el transcurso de un milenio las generaciones se nutran una tras otra de la historia de grandes hombres, y, sin embargo, es una triste historia la de este mundo lleno de odio, de corrupción y de desorden. ¿Nos extrañará, pues, que durante el milenio destinado para aquel fin Dios sepa mantener en medio de los pueblos el recuerdo de lo que su Hijo cumplió, más aun cuando Satanás no estará allí para extraviar el espíritu de los hombres? Antes bien, es de extrañar que, durante sesenta siglos, se haya procurado llenar el espíritu de los hombres con su propia historia, cuando se sabe algo de lo que es esta historia. Mientras que aquí, durante diez siglos, Dios velará por que la historia de su Hijo sea un tema de meditación para Israel y para las naciones. En cuanto a la Iglesia , ella estará en otra parte y también se ocupará, de manera más superior, en lo que él hizo. Ella estará ya en la eternidad; y se puede decir incluso que se encuentra allí desde ahora.
Al final del reinado, las circunstancias cambiarán, pero no es el tema de nuestro salmo, el que no hace más que desplegar los maravillosos resultados que la obra de Cristo tendrá para la tierra. Por otros pasajes, sin embargo, sabemos que el estado dichoso de este reinado declinará e incluso cesará. La bendición -consecuencia de los sufrimientos de Cristo- es, por más que su amplitud se extienda a todas las clases de elegidos, una bendición temporaria. En efecto, ella sólo es para la tierra, salvo que los elegidos que en la tierra hayan gozado de la presencia del Señor serán transportados a los nuevos cielos y la nueva tierra.
El primero y, podemos decir, el último efecto de los sufrimientos y de la muerte de Cristo es que Dios sea alabado por sus rescatados, conocido y celebrado en una alabanza inteligente. Tal es el fin de todas las consecuencias de la obra de Jesús. Esta alabanza es preciosa para Dios, pues él no podía recibirla de nadie más que de pecadores librados por la obra del Señor Jesús. Los ángeles no podían presentar la alabanza de Su amor. Y Dios decidió tener consigo, en su eterna felicidad, seres que pudieran responder al amor de Dios, quien les amó primero.
Por ello, eternamente los elegidos de todas las clases de la humanidad y de todas las economías no tendrán otra actividad más que la de adorar al Padre y al Hijo. No habrá allí ninguna monotonía, ninguna lasitud. Nos es difícil hacernos a esta idea, pues somos proclives a reemplazar por otras esta actividad que para nosotros debería ser la primera. Pero, muy amados, la realidad de las cosas que este precioso salmo nos ha permitido entrever juntos es de una anchura y de una longitud y de una profundidad y de una altura que, cuando seamos capaces de comprenderla con todos los santos (Efesios 3:18-19), será suficiente para llenar por siempre nuestros corazones de una plenitud de amor y de hacer brotar de ellos una inagotable fuente de adoración. Dios quiera, desde ahora, ocupar cada vez más nuestras almas con esta realidad.