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Comentario Santiago

Jean Koechlin

Santiago 1:1-12

Santiago se dirige a sus hermanos, cristianos que han salido del judaísmo, cuyas ataduras no han abandonado todavía totalmente. Los invita a considerar la prueba con sumo gozo: dos estados que a primera vista parecen no concordar. Sin embargo, entre los cristianos hebreos algunos lo habían experimentado (Hebreos 10: 34). Esta experiencia concuerda con la declaración de Pablo:

"Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce (cultiva) paciencia" (Romanos 5: 3; compárese Colosenses 1: 11).

Otra aparente contradicción: en tanto que la pacien­cia implica aguardar lo que todavía no se posee, Santia­go agrega: "Sin que os falte cosa alguna". Lo que puede hacemos verdaderamente falta, no son los bienes terre­nales sino la sabiduría. Entonces pidámosla al Señor, siguiendo el ejemplo del joven Salomón (véase 1 Reyes 3: 9). Aunque sea pobre, a un creyente no le falta nada, ya que tiene a Jesús. A su vez, también el rico puede gozar, con humildad, de la comunión con el que "se despojó a sí mismo" y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte de cruz. ¿Envidiaríamos a los que pasan "como la flor de la hierba"? Tengamos a la vista "la corona de vida". Ella recompensará a los que hayan soportado la prueba con paciencia; dicho de otro modo, a los que aman al Señor (v. 12).

 

Santiago 1:13-27

En los versículos 2 y 12, las palabras "prueba" y "ten­tación" significan la prueba que viene de afuera. Dios nos la da para nuestro bien y finalmente para nuestro gozo. En el versículo 13, ser tentado tiene un sentido diferente: supone el mal. Somos iniciados en esta ten­tación interiormente, por nuestras propias concupiscen­cias. ¿De esto cómo podría ser Dios la causa ? Nada tenebroso puede descender del "Padre de las luces"; "Dios es luz" nos dice el apóstol Juan en su primera epístola (1 : 5). El que nos ha enviado a su propio Hijo nos da con Él "todo don perfecto" (véase Romanos 8: 32). La fuente del mal está en nosotros: los malos pensamientos, cuyas consecuencias son malas palabras y malos hechos. Pero no basta ser consciente de ello. Corremos el riesgo de parecemos a alguien que compro­bara que está sucio al mirarse en un espejo y no fuera a lavarse luego. La Palabra de Dios es este espejo. Ella muestra al hombre tal como es; le enseña a hacer el bien (cap. 4: 17), pero no lo puede hacer en su lugar.

¿En qué consiste el único servicio religioso reconoci­do por Dios el Padre? No en vanas ceremonias a las que los hombres llaman «la religión». Aquel servicio emana de la doble posición en la que el Señor dejó a los suyos: en el mundo, para manifestar la abnegación y el amor; pero no del mundo, para guardarse sin mancha de éste (v. 27; Juan 17:11, 14,16).

 

Santiago 2:1-13

Estamos más inf1uenciados de lo que pensamos por la falsa escala de valores que el mundo emplea, tal como la fortuna, el rango social... Aun el profeta Samue1 necesi­taba aprenderlo: "El hombre mira lo que está delante de sus ojos, mas el Señor mira al corazón " (l Samuel 16: 7).

¿Sabe el lector hasta dónde la "acepción de personas" llevó al mundo? Hasta menospreciar y desechar al Hijo de Dios porque había venido como un pobre aquí abajo (2 Corintios 8: 9). Hoy aún, el hermoso nombre de Cris­to , aplicado a los creyentes , es objeto de burlas y blasfe­mias. Sin embargo, los que lo llevan, esos pobres que el mundo desprecia, son designados por el Señor como "los herederos del reino " (v. 5; Mateo 5: 3). A ellos se impone, pues, la ley real , es decir, la del rey (v. 8). Y faltar al mandamiento de amor, es faltarle a la ley entera , lo mismo que basta la ruptura de un único eslabón para romper una cadena. De modo que éramos todos culpa­bles, convencidos de pecado. Pero Dios halló una gloria más grande en la misericordia que en el juicio. Esa misericordia nos coloca de ahí en adelante bajo una "ley" muy distinta: la de la libertad , libertad de una nueva naturaleza que encuentra su placer en la obedien­cia a Dios (1 Pedro 2: 16).

 

Santiago 2:14-26

Algunas personas han creído ver una contradicción las enseñanzas de Santiago y las de Pablo (como las del capítulo 4 a los Romanos). En realidad, cada uno de presenta un lado distinto de la verdad. Pablo demuestra que la fe basta para justificar a alguien ante Dios. Santiago explica que, para ser justificados ante los le los hombres, las obras son necesarias (v. 24; 1 3: 10). No es la raíz sino el fruto el que permite juzgar la calidad de un árbol (Mate o 7: 16-20).

La fe interior no puede mostrarse a los hombres de otra manera más que por las obras. No puedo ver la electricidad, pero el funcionamiento de una lámpara o de un motor me permite afirmar la presencia de la corriente en el cable conductor. La fe es un principio activo (v. 22), una energía interna que hace mover los resortes del corazón. Pablo y Santiago ilustran su enseñanza con el mismo ejemplo: el de Abraham, al cual se agrega aquí el de Rahab. Según la moral humana, el primero es un padre criminal, la segunda una persona de mala reputación, traidora de su pueblo. Sus hechos manifiestan tanto más la consecuencia de su fe: ella les a hacer los más grandes sacrificios para Dios.

Amigo: Tal vez usted haya dicho algún día que tiene fe. ¿Lo demostró también?

 

Santiago 3:1-18

Del mismo modo que la fe -si existe- se manifiesta necesariamente por medio de obras, asimismo la impu­reza del corazón se exterioriza tarde o temprano me­diante palabras. Toda máquina de vapor posee una vál­vula por medio de la cual la excesiva presión interna se escapa irresistiblemente. Si dejamos subir en nosotros esa «presión» sin juzgarla, se traicionará inevitable­mente con palabras que no podremos contener. El Señor nos hace comprobar así la impureza de nuestros labios (Isaías 6: 5) y nos muestra cuál es su fuente interior: "La abundancia del corazón" (Mateo 12: 34; 15: 19; Prover­bios 10: 20).

Pero Él nos invita a juzgarnos y a separar "lo precioso de lo vil" (Jeremías 15: 19), a fin de ser como su boca. Hay sabiduría y sabiduría. La "que es de lo alto", como todo don perfecto, desciende del Padre de las luces (cap. 1: 17). Sus motivos nos la darán a conocer: ella es siem­pre "pura", sin voluntad propia y activa para hacer el bien. Tendríamos que volver a leer los versículos de la fecha cada vez que estemos a punto de hacer un mal uso de nuestra lengua: contender, mentir (v. 14), maldecir (cap. 4: 11), incurrir en jactancia (cap. 4: 16), murmurar (cap. 5: 9), jurar o proferir palabras ligeras (cap. 5: 12; Efesios 4:29; 5:4)... ¡Es decir, por desdicha, muchas veces al día!

 

Santiago 4:1-12

Una disputa entre hijos de Dios revela, sin lugar a dudas, una voluntad no quebrantada en cada uno de ellos. El Señor nos enseña que es, además, un obstáculo para que nuestras oraciones sean oídas (Marcos 11: 25). Pueden ser dos las razones por las cuales no recibimos una contestación. La primera es que no pedimos, pues, "todo aquel que pide, recibe" (Mateo 7: 8). La segunda es que pedimos mal. No es cuestión aquí de la forma torpe de nuestros ruegos (de todos modos, "que hemos de pedir como conviene, no lo sabemos" - Romanos 8: 26), sino de la finalidad.

¿Oramos para gloria del Señor o para satisfacer nues­tra codicia? Estos dos principios no pueden conciliarse. Amar al mundo es traicionar la causa de Dios. Porque el mundo le declaró la guerra al crucificar a su Hijo y la neutralidad no es posible (Mateo 12: 30). La envidia y la codicia son los dos imanes con los que el mundo nos atrae.

Pero Dios da, a los que están a su favor, infinitamente más de lo que el mundo puede ofrecer: una gracia más grande (v. 6; Mateo 13: 12). De ella gozan los que han aprendido del Salvador a ser "mansos y humildes de corazón" (Mateo 11: 29). Pero, para experimentar las virtudes de la gracia, es necesario primeramente haber sentido sus propias miserias (v. 8-9; comp. Joel 2: 12:12-­13).

 

Santiago 4:13-17; 5:1-6

Los que hacen proyectos (v. 13-15; Isaías 56: 12 final) y los que acumulan bienes terrenales (cap. 5: 1-6) a menudo son las mismas personas (Lucas 12: 18, 19). Unas y otras son ajenas a la vida de la fe. Disponer del porvenir es substituir la voluntad de Dios por la propia. Es incluso algo propio de la incredulidad, pues se mues­tra con esto que no se cree en la próxima venida del Señor.

En cuanto a las riquezas, es particularmente provo­cante acumuladas "en los últimos días". Los riesgos que amenazan a las fortunas (quiebras, robos, devaluacio­nes...) se encargan de demostrar que son "riquezas podridas, oro y plata enmohecidos" (Salmo 52: 7). Por eso, el Señor recomienda: "Haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye" (Lucas 12: 33). El goce de los bienes materiales contribuye a endurecer el corazón: para con Dios, pues se pierde el sentimiento de que se depende de Él y de cuáles son las verdaderas necesidades del alma (Apocalipsis 3: 17); para con el prójimo, porque es más difícil ponerse en el lugar de aquellos a quienes les falta lo necesario (Proverbios 18:23).

 

Santiago 5:7-20

El otoño es la estación de la labranza. De ocho a diez van a transcurrir hasta que, mediante alternativas) y calor, lluvia y sol, madure la nueva cosecha. ¡Cuánta paciencia necesita el agricultor! Como él tenga­mos paciencia, "porque la venida del Señor se acerca". Aprovechemos también nuestros recursos: en los mo­mentos de alegría, los cánticos; en la prueba (como en todo tiempo), la eficaz oración de fe. ¿El lector hace a la experiencia de que esa oración "puede mucho"? 9: 31 final). Los versículos 14-16, que sirven para justificar toda clase de prácticas en la cristiandad, guar­dan su pleno valor si se reúnen las mencionadas condiciones­. No obstante, un creyente dependiente de Dios raramente se sentirá libre de pedir la curación; más bien orará con los que le rodean para la apacible aceptación de la voluntad de Dios.

El fin de la epístola pone el acento sobre la ayuda la con amor: la recíproca confesión de las faltas (y no la de un fiel a un sacerdote), la oración de uno por otro y los c uidados hacia los que se han extraviado. La oración o­cupa poco lugar en esta epístola. En cambio, dis­pone de más espacio la puesta en práctica de nuestro cristianismo. Que Dios nos permita ser, en efecto, no “oidores" sino "hacedores de la obra" (cap. 1: 25).