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El silencio

Ezequiel Marangone

Sin dudas, estas pocas líneas no alcanzan para exponer este tema de manera cabal, completa. No obstante, trataré de abordar los puntos más importantes en relación con el lugar que debería tener el silencio en nuestras vidas de creyentes cristianos.

Le ruego al Señor que me ayude, por medio de la guía del Espíritu Santo, a expresarme de manera conveniente, y sobre la base de lo que enseñan las Escrituras.

 

“Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas” (Romanos 11:36).

¿Qué es el silencio? Si consultamos un diccionario, encontraremos como acepciones principales la ‘abstención de hablar', la ‘falta de ruido', la ‘omisión de algo por escrito' y la ‘pausa musical'. Pero, sin lugar a dudas, la connotación de la palabra silencio nos presenta un universo de significados mucho más complejo. Por ejemplo, al disfrutar de un hermoso paisaje, en la montaña, en el mar, en el campo, solemos decir que disfrutamos del silencio, cuando en realidad muchos sonidos están llegando a nuestros oídos. Pero, en ese caso, consideramos que estamos en silencio porque, por un lado, los sonidos que escuchamos en esos lugares nos resultan muy gratificantes y, por el otro, debido a que experimentamos la ausencia de aquellos ruidos que cotidianamente nos resultan molestos.

Todos los creyentes conocemos la importancia que tiene la palabra en el pensamiento de Dios. Por su Palabra fueron creados los cielos y la tierra, y todo lo que en ellos hay. Pero, cuando nos detenemos a considerar a la palabra en el plano de la comunicación, no podemos pensar en ella si no pensamos también en el silencio. Palabra y silencio son las dos caras de una misma moneda. Cuando una persona le habla a otra, el receptor del mensaje necesariamente debe guardar silencio para que la comunicación sea efectiva. Si dos personas se hablan al mismo tiempo, ninguna de las dos comprenderá a la otra. Esto que parece tan simple, en realidad es una de las cosas que más nos cuesta llevar a la práctica.

Cuando Dios nos habla, siempre nos concede, en su inmensa gracia, un silencio para que nosotros meditemos en su Palabra. Él es el interlocutor perfecto. Habla y otorga el tiempo necesario para meditar, comprender y actuar en consecuencia. ¡A cuántos hombres de Dios vemos en las Escrituras guardando silencio mientras están en sus lechos, en el camino, en la enfermedad, en la pobreza, en tiempos de guerra...! ¡Qué hermoso y necesario silencio Dios nos regala después de hablarnos! ¡Y cuánto nos convendría aprender a guardar silencio en los momentos críticos! El profeta Amós alertaba acerca de los juicios de Dios que se aproximaban a causa de la impiedad del pueblo, y en el capítulo 5:13 de su libro leemos un interesante y necesario consejo: “Por tanto, el prudente en tal tiempo calla , porque el tiempo es malo”.

Muchas veces Dios puede estar hablándonos para comunicarnos algo importante y nosotros no lo escuchamos porque nuestra lengua no se detiene. Nos convendría recordar que Samuel había aprendido algo muy útil desde su niñez; cuando Dios lo llamó, él supo contestar acertadamente: “Habla, porque tu siervo oye” (1.º Samuel 3:9). ¡Y cuántas veces nos sentimos humillados cuando nosotros, creyentes, comprobamos la veracidad de la siguiente enseñanza bíblica: “Aun el necio cuando calla, es contado por sabio” (Proverbios 17:28).

De manera que, con lo poco expresado hasta ahora, nos damos cuenta de la importancia del silencio. Y cuando nos referimos al silencio no lo hacemos pensando únicamente en la ausencia de sonidos, ruidos, palabras, sino también pensando en otro tipo de silencio, que quizá podríamos llamar silencio espiritual, silencio de actitud, silencio de sujeción y humildad, que tal vez no se demuestre solamente con la falta de palabras, sino mediante la predisposición de nuestros corazones a escuchar a Dios y a aquellos que desean hablarnos para nuestro bien.

Si somos hijos de Dios tenemos libertad para entrar en Su presencia con total libertad, pues la sangre de Cristo nos abrió la entrada a los cielos, y podemos dirigirnos a Él con total confianza: adoramos, agradecemos, pedimos, intercedemos... Pero, muchas veces, al considerar la grandeza del amor de Dios o al contemplar las bellezas de la persona del Señor Jesús, sentimos que lo que conviene es el silencio. Y particularmente nos suele ocurrir cuando estamos juntos, en comunión, postrados a los pies del Señor Jesús, rindiendo la adoración que Él se merece. Tanta grandeza, maravillas y perfecciones de nuestro Amado muchas veces nos dejan sin palabras audibles, aunque, por supuesto, en esos momentos el perfume sigue subiendo al Padre desde el corazón de la Iglesia.

 

“Todo tiene su tiempo [...] tiempo de callar, y tiempo de hablar” (Eclesiastés 3:1-7)

Ya hemos considerado que palabra y silencio son como las dos caras de una misma moneda. Por lo tanto, lo que tenemos que discernir es en qué momento debemos hablar y en qué momento callar. El versículo arriba citado es suficientemente claro. Hay un tiempo adecuado para cada cosa, y debemos dejar que sea el Espíritu Santo el que nos guíe en todo. Y en esto es en lo que más fallamos. Tratamos de clasificar y valorar palabras y silencios a la manera humana. Pero, en muchas circunstancias de la vida, ¡cómo convendría nuestro silencio! Pensemos a modo de ejemplo en ciertas circunstancias en las que saludamos a alguien que pasa por luto; seguramente, dos o tres palabras sinceras bastarían. Dos o tres palabras que hablaran del amor de Dios. Pero esa persona muchas veces, en medio de su dolor, tiene que soportar largos discursos o frases breves pero inertes, como por ejemplo: «Lo acompaño en los sentimientos». ¿Podemos acompañar a alguien en los sentimientos en situaciones así? Si lo pensáramos bien, delante del Señor, en vez de decir una frase tan gastada y vana, guardaríamos un muy sano silencio.

En algún momento de nuestras vidas, probablemente haya venido a nosotros alguien con un problema grave, abatido por la angustia, desesperanzado. Y lo que necesitaba esta persona era que alguien la escuche. Pero nosotros, quizá con buenas intenciones, le dimos muchos consejos, y le contamos nuestras experiencias, y le hablamos mucho acerca de la necesidad de la fe... Cuando en realidad deberíamos haber dejado que esa persona compartiera con nosotros el peso que la agobiaba... ¡y para eso tendríamos que haber guardado silencio! Un silencio que nos hubiera permitido, a la vez que escuchábamos declaraciones tristes, elevar una oración a favor de esa persona, una plegaria que surge desde el fondo del alma directamente hacia el cielo, sin palabras audibles. Y si en esa ocasión nos hubiera resultado necesario hablar, un profundo silencio de nuestra parte habría sido el marco adecuado para esas dos o tres palabras que, con la guía del Espíritu, habríamos pronunciado en el momento justo. Palabras que, con más eficacia que un largo discurso, pueden llevar a un alma al único lugar donde se halla el consuelo perfecto: a los pies de nuestro Señor Jesús.

El silencio, como todo lo demás en la vida del creyente, siempre será positivo si es según Dios. Cometeríamos un grave error si tratáramos de catalogar los silencios en «buenos» y «malos». El silencio siempre es silencio, y en sí mismo no tiene nada de bueno ni de malo. Lo que necesitamos discernir es la función positiva o negativa que puede derivar de su utilización. Si yo guardo silencio ante las almas que necesitan la salvación y no anuncio las buenas nuevas del Evangelio, entonces estoy desobedeciendo a Dios y mi comportamiento será muy negligente. Si yo callo y no advierto a mi hermano de un tremendo error que está cometiendo o de un peligro que lo acecha, estoy en la misma situación. En estos casos no somos llamados al silencio, sino a testificar (aunque siempre debemos ser prudentes en cuanto a no hablar de más).

Como ejemplo supremo podemos observar la conducta del Señor Jesús. En el evangelio según Juan, capítulo 19:9, leemos que Pilato le preguntó al Señor: “¿De dónde eres?” ; y el versículo finaliza: “Mas Jesús no le dio respuesta” . La ignorancia y la soberbia llevaban a Pilato a indagar sobre los orígenes de nuestro Señor, pero Él no había venido a saciar la curiosidad de nadie, sino a glorificar a Dios y a salvar a los pecadores. Sin embargo, en el versículo 10 de este mismo capítulo, Pilato le formula al Señor otra pregunta: “¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” Y, en esta oportunidad, el Señor no guardará silencio. Sus palabras serán pocas , pero absolutamente claras y contundentes: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba” (v.11). El Señor no podía dejar de testificar ante las pretensiones del impío gobernador romano de tener autoridad en lo tocante a la obra más importante jamás realizada, gozne de la historia del hombre: la crucifixión del Señor Jesús, el Hijo de Dios.

¿Y qué decir del santo silencio del Señor cuando fue llevado a la cruz?: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” ¡Oh, si el Señor hubiera respondido de acuerdo a lo que merecía el hombre, a lo que merecíamos todos nosotros! Pero el Señor no abrió su boca. En ese silencio puede verse su inmensa gracia, su infinito amor. Él fue a la cruz soportando todo el oprobio, glorificando así a Dios, salvando a los pecadores, llevando muchos hijos a la gloria. Cuántas veces nosotros, pecadores salvados por gracia, vociferamos y proferimos tanta palabrería ante aquellos a quienes consideramos nuestros ofensores nuestros. ¡Cuántas veces hablamos de más ante quienes necesitan del amor y de la gracia!

El Señor es nuestro ejemplo perfecto. Él habló cuando debía hablar, y calló cuando fue necesario. Todo lo hizo en justa medida, “en igual peso” (Éxodo 30:34 d ). El Señor nos pide que sigamos sus pisadas, que imitemos su ejemplo, que andemos en su camino. Y Él nunca nos pediría algo imposible de cumplir. En estos tiempos difíciles, en los que el Enemigo busca destruir el testimonio cristiano, debemos prestar una especial atención a cada una de las palabras que salen de nuestras bocas, o a cada una de las expresiones de las cartas que escribimos y, algo muy actual, a cada una de las palabras que escribimos en los mensajes que enviamos por la Internet . A veces, una sola palabra imprudente ha servido para provocar grandes estragos en el pueblo de Dios.

Los creyentes según el Nuevo Testamento disfrutamos de grandes privilegios: tenemos el Espíritu Santo en nosotros, disponemos de la Palabra de Dios y los ojos del Señor están siempre atentos a cada detalle de nuestras vidas. Pero, no debemos olvidar que también tenemos la vieja naturaleza, pecaminosa, que jamás obedece a los consejos de Dios. Este viejo hombre debería ser dejado en el lugar que le pertenece: la muerte. Sin embargo, a veces nosotros mismos le concedemos que reviva y comience a controlar nuestras vidas, tal como cuando aún no conocíamos al Señor como nuestro Salvador. Lamentablemente, no siempre queremos aceptar que esto nos sucede. Y, la mayoría de las veces, Satanás nos susurra muchas mentiras que nos hacen creer que en realidad estamos obrando bien, y hasta llegamos a pensar que ciertas cosas que hacemos en la carne, las estamos haciendo para Dios. Y como nuestro Padre de amor nos conoce a la perfección, entonces no nos deja de advertir en cuanto a los peligros que pueden ocasionar nuestras palabras cuando no son guiadas por Él : “En las muchas palabras no falta pecado; mas el que refrena sus labios es prudente” (Proverbios 10:19).

En su epístola, el apóstol Santiago le dedicó una porción importante al tema de las palabras. Más exactamente, el apóstol nos presenta el problema que surge cuando no podemos controlar nuestra lengua. Él nos dice, sin rodeos, que la lengua “es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas [...] La lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo...” . ¿Acaso esto no es demasiado duro? ¿No está exagerando el apóstol? En absoluto. Estas expresiones que parecen tan duras, son el producto del amor del Padre por nosotros, sus hijos. ¿Qué sería de nosotros si nuestro Padre nos dejara sin disciplina? Antes bien, digamos como David: “caigamos ahora en mano de Jehová, porque sus misericordias son muchas, mas no caiga yo en manos de hombres” (2.º Samuel 24:14).

Pues bien, teniendo en cuenta estas cosas, podemos abordar brevemente el tema del silencio en las reuniones. Cuando vamos a la reunión a los pies del Señor Jesús, deberíamos siempre tratar de llegar unos minutos antes de la hora determinada para el comienzo de la misma. Y la razón es que necesitamos unos breves momentos en silencio a fin de abstraernos de todo aquello que seguramente ha inundado nuestra mente en el trayecto que realizamos hasta el lugar de reunión. Durante esos momentos de silencio nos disponemos mental y espiritualmente para estar en la presencia del Señor. Resulta inapropiado para la gloria del Señor que un creyente llegue a la reunión sobre la hora (¡o tarde!), agitado, perturbado, y que, en esa situación, indique un himno, ore o lea algún pasaje de las Escrituras. Es cierto que debemos considerar ciertas situaciones particulares que pueden darse: hermanos que viven lejos y que a veces tienen problemas con el tránsito, otros que pueden sufrir algún percance circunstancial, matrimonios que suelen tener demoras a causa de niños pequeños que hay que atender a último momento, etc. Pero, estas situaciones sólo pueden ser toleradas cuando se trata de imprevistos y no cuando se tornan una deplorable costumbre. La única manera de corregir estas actitudes es concienciarse de que estamos reunidos alrededor del Señor Jesús, y de que es a Él a quien defraudamos y entristecemos cuando llegamos tarde a su invitación, debido a nuestra negligencia.

En cuanto a la reunión de adoración, en la que tenemos los momentos solemnes del partimiento del pan, realmente debemos humillarnos y aceptar lo poco que discernimos la necesidad de guardar ciertos silencios que son según Dios, dirigidos por el Espíritu Santo. Por ejemplo, suele suceder que luego de cantar un himno, se levanta inmediatamente un hermano a leer las Escrituras, y luego de éste se levanta otro a orar, y luego se pide otro himno... parecería que no se puede tolerar el mínimo silencio. Puede ser que en algún momento el Espíritu disponga así las diversas acciones, pero esto nunca tendrá un carácter rutinario ni será un hábito implantado. Luego de cada una de estas acciones, qué bueno es tener unos momentos —de una brevedad que el mismo Señor regulará, pues Él mismo dirige la alabanza en medio de los suyos—, para gozar juntos de lo que estamos ofreciendo al Padre, las excelencias del Señor Jesús, ofrenda de olor grato. Debemos recordar que el Señor les concede a sus sacerdotes el poder comer de la misma ofrenda que es presentada ante Dios, figura que nos habla de la comunión (Levítico 7:34). No se trata de «arrojar» las piezas del sacrificio sobre el altar con una actitud «mecánica», sino de gustar juntos de aquello mismo que ofrecemos a Dios. Es la plena comunión en la que el mismo Señor nos ha introducido.

Sería muy triste si quisiéramos presentar un «manual de la adoración», pues no existe tal cosa. La enseñanza infalible la encontraremos siempre en las Escrituras y la guía perfecta provendrá en todo momento del Espíritu Santo. Y es por esta Divina guía que podemos percibir cuando en una reunión no es el Espíritu Santo el que conduce todos los movimientos. Y recordemos que los extremos siempre son malos. Recién mencionamos lo perjudicial que puede ser que se pretenda «llenar» el transcurso de la reunión con participaciones forzadas, con una «seguidilla» de himnos, lecturas u oraciones. Pero también resulta lamentable que, justo en esta reunión, muchas bocas permanezcan en silencio, y a veces durante meses o años. En estos casos sí podemos afirmar que los silencios no son según Dios. ¡El Padre busca adoradores que le adoren en Espíritu y en verdad! ¿Cómo pueden estar calladas nuestras bocas ante la grandeza del amor de Dios y del sacrificio de nuestro Salvador? ¿No puede salir de nuestros labios un “¡Gracias, Señor!”? Es cierto que a veces la asamblea tiene la responsabilidad colectiva acerca de esta falta de responsabilidad de los hermanos en particular. Cuántas veces se escucha en la reunión de adoración oraciones extremadamente largas y complicadas. Más bien parecen exposiciones teológicas que pretenden enseñarle a Dios todo aquello que, por supuesto, Él ya sabe. Parecería que por medio de la extensión de la oración se busca asegurar la espiritualidad, algo verdaderamente absurdo. También debemos señalar la negligencia que a veces se comete al intentar superar el nivel de lengua del común de la congregación. Escuchamos oraciones que deberíamos descifrar con el diccionario en nuestras manos, pues banalmente se utilizan palabras ‘difíciles' que sólo entorpecen la comprensión por parte de todos los que al final dirán el amén. Y todo esto bien puede cohibir a otros hermanos que son conducidos por el Espíritu a dirigir la oración de la asamblea en los momentos de la adoración o en cualquier otra reunión. Después de escuchar durante tanto tiempo tanta «erudición» en las oraciones, ¿quién se animará a levantarse y decir, de todo corazón, “Te adoramos, bendito Señor”? En esto, como decíamos al principio, la asamblea toda debe asumir su responsabilidad y corregir lo que fuera necesario a fin de que ningún hijo de Dios se sienta inhibido para abrir sus labios y adorar a Dios junto a sus hermanos. Seguramente, esto demandará que todas las rodillas de la asamblea se doblen ante el Trono de la gracia y que los ejercicios de corazón sean constantes.

Recordemos una vez más que para hallar el equilibrio siempre debemos acudir a la Palabra de Dios:

Por un lado, “Alabanza te espera en silencio, Oh Dios, en Sion” (Salmo 65:1, cfr. Versión JND en inglés)...

...pero, por el otro, “Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15).

En relación con las reuniones de ministerio de la Palabra, el criterio a seguir es el mismo: es el Espíritu Santo quien debe dirigir todo para la gloria de Dios. Y en esto tenemos instrucciones muy útiles y precisas en las Escrituras. Por ejemplo, leemos en 1.º Corintios 14: “Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero” ¡Cuántas veces nos sucede en las reuniones de ministerio o predicación del evangelio que uno de nosotros desobedece y no habla y otro desobedece y habla!

Algunos creyentes pretenden justificar sus largas exposiciones (y a veces una muy dañina verborrea) citando textos como el de Hechos 20:7, donde leemos que el apóstol Pablo “alargó el discurso hasta la medianoche”, o mostrando cómo los profetas eran enviados a pronunciar sendos discursos a regiones muy vastas. Sin embargo, nunca debemos olvidar que los sesenta y seis libros de la Biblia han sido inspirados por Dios. Cada palabra que debían decir los profetas o los apóstoles respondía a un requerimiento directo de Dios. Y en el caso del apóstol Pablo, pues, bueno es saber y recordar que él debía poner “el fundamento” (1.ª Corintios 3:10) y “completar la Palabra de Dios” (Colosenses 1:25, traducción literal). De manera que todos estos hombres hablaban según la voluntad de Dios. Además, los creyentes de la época del Nuevo Testamento todavía no disponían de Biblias, por lo tanto, las enseñanzas eran encomendadas a los apóstoles y siervos del Señor de manera oral o por cartas, las cuales formarían parte más tarde del canon bíblico. Hoy disponemos de la revelación completa de las Sagradas Escrituras, ¿acaso resulta necesario agregar muchas palabras humanas a la Palabra viva y eficaz?

Debemos estar siempre en guardia ante las pretensiones de la carne. La vieja naturaleza siempre querrá imponerse por sobre los demás, en criterios, opiniones y cantidad de palabras. El hablar excesivamente, en definitiva, no muestra otra cosa sino egoísmo puro. No obstante, también debemos recordar que Dios actúa en su plena soberanía y que en ciertas ocasiones Él puede enviar a sus siervos a cumplir una obra que ya está preparada de antemano. Sabemos que es bastante frecuente que ciertos hermanos sean enviados por Dios a lugares en los que necesitan (entre otras cosas) hablar mucho, pues se trata de regiones alejadas donde se conoce poco y nada del Evangelio; por lo cual, muchas veces, deben hacer obra de evangelista, de maestro, de pastor, etc. Pero, lo que resulta indudable, es que si ellos encomiendan cada uno de sus pasos a la voluntad del Señor, sus palabras serán ni más ni menos que las justas y necesarias, “sazonadas con sal” (cfr. Colosenses 4:6), eficaces para la “edificación de los santos”. Y este es uno de los principales deseos de Dios para todos nosotros, sus hijos, que seamos edificados, que crezcamos en todo sentido en Cristo Jesús para gloria del Hijo y del Padre. Cuando el Señor andaba aquí en la tierra sanando y haciendo bienes, ¡cuántas veces los propios discípulos eran los que se interponían entre el Señor y los necesitados! ¡Cuántas veces pronunciaron palabras vanas, llenas de celos y envidia, que sólo entristecían al Señor! Pues entonces grabemos en nuestros corazones lo que nos enseña la Palabra de Dios y no hagamos lo mismo. Por el contrario, ejercitémonos cada día en saber escuchar a los demás, medir nuestras palabras, “sazonarlas con sal” y buenas intenciones. El Señor viene pronto, ¿cómo nos hallará?

Seguramente, este tema puede ser abordado y ampliado por otros hermanos mucho más sabios en el Señor, pero quisiera finalizar compartiendo con el lector un consejo de la Palabra de Dios, que deberíamos fijar en nuestros corazones: “Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Colosenses 3:17)