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La asamblea de Dios

O La Todosuficiencia Del Nombre De Jesús

Charles Henry Mackintosh

traducido por David Sanz

Introducción

En unos tiempos como los actuales, cuando casi toda idea nueva se convierte en el blanco o centro de atracción de nuevas asociaciones, no podemos omitir el valor de poseer convicciones divinas sobre lo que es realmente la asamblea de Dios. Vivimos en un tiempo de una singular actividad mental; por lo tanto, existe la necesidad apremiante de estudiar con calma y reposadamente la Palabra de Dios. Esta Palabra, bendito sea su Autor, es como una roca en mitad del océano del pensamiento humano. Allí permanece inconmovible, pese a la arreciante tormenta y al infatigable vaivén de las olas. Ella sola se queda inamovible, además de transmitir su estabilidad a todos los que hacen suya su base. Qué gracia es eludir la marejada y la hinchazón del océano tormentoso para hallar un refugio de calma en esta Roca eterna.

Evidentemente, es una gracia. Si no fuera por que tenemos «la ley y el testimonio», ¿dónde estaríamos? ¿Adónde iríamos? ¿Qué es lo que haríamos? ¡Qué oscuridad, cuán confusos y perplejos quedaríamos! Miles de voces vierten, a veces, sus tonos estentóreos sobre nuestros oídos, hablando cada una de ellas con tal autoridad, que si no estamos bien enseñados y fundamentados en la Palabra corremos el peligro de ser arrastrados, o cuando menos, sufrir algún desquicio. Una persona os dirá que eso es lo correcto; otra dirá que aquello lo es; una tercera vendrá a deciros que todo es correcto, y una cuarta añadirá que nada es la verdad. Respecto al tema de la posición eclesiástica, os encontraréis con unos que van aquí, otros que van allí y otros que van a todos sitios, no acudiendo algunos a ninguna parte.

Bien, en estas circunstancias, ¿qué es lo que debe hacerse? Claro está que todos no pueden tener la razón. Y sin embargo, hay algo que es la verdad. No puede ser que estemos obligados a vivir en el error, en la oscuridad y en la incertidumbre. Hay una senda, bendito sea Dios, aunque «nunca la conoció ave, ni ojo de buitre la vio; nunca la pisaron animales fieros, ni león pasó por ella». ¿Dónde se encuentra esta senda segura y bendita? Escuchemos la respuesta divina: «He aquí que el temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal la inteligencia» (Job 28:28).

Procedamos, pues, en el temor del Señor y bajo la luz de Su verdad infalible, y dependientes de la enseñanza de Su Santo Espíritu, a examinar el tema que encabeza este escrito. Que con toda gracia dejemos de lado nuestros propios pensamientos y los de los demás para entregarnos de corazón y con honestidad a las únicas enseñanzas de Dios.

Ahora bien, a fin de aprehender este tema tan importante y magnífico de la asamblea de Dios, debemos, primero de todo, declarar un hecho, y en segundo lugar, hacer una pregunta. El hecho es éste: Existe una asamblea de Dios en la tierra. La pregunta es: ¿Qué es esta asamblea?

La Asamblea de Dios en la tierra es un hecho

Antes de nada, en cuanto al hecho. Existe tal cosa como la asamblea de Dios en la tierra. Ciertamente es un hecho muy importante. Dios tiene una asamblea en el mundo. No me refiero a cualquier organización humana meramente, como la iglesia Ortodoxa, la Católica, la Anglicana o la Presbiteriana; ni siquiera a los otros sistemas que se han originado de éstos, estructurados y acondicionados por la mano del hombre y sostenidos por recursos humanos. Simplemente me refiero a esa asamblea que Dios el Espíritu Santo congrega en torno a la Persona de Dios Hijo, para adorar y tener comunión con Dios Padre.

Si presentamos en nuestra búsqueda de la asamblea de Dios, o de cualquier expresión de ella, nuestras mentes llenas de prejuicios, ideas preconcebidas y favoritismos; o si en nuestra indagación contamos con la ayuda de la tenue luz de los dogmas, opiniones y tradiciones humanas, no hay nada más cierto que la verdad no la alcanzaremos nunca. Para reconocer la asamblea de Dios, tenemos que ser enseñados exclusivamente por la Palabra de Dios, conducidos por el Espíritu Santo. Tanto es así que, respecto a la iglesia de Dios y los hijos de Dios, podemos declarar: «el mundo no los conoce».

Por lo tanto, si de algún modo nos gobierna el espíritu del mundo, si deseamos glorificar al hombre, queriendo igualar nuestros pensamientos con los de los hombres, siendo nuestro propósito alcanzar las atrayentes metas de una conveniencia celadora, con toda seguridad podremos abandonar, acto seguido, nuestra búsqueda de una expresión verdadera de la asamblea de Dios. Hallaremos refugio, si así lo hacemos, en las organizaciones humanas que apelan a nuestros pensamientos y firmes convicciones. Además, si nuestro propósito es el de encontrar una comunidad religiosa donde se lea la Palabra de Dios, o en la que se hallen hijos de Dios, nos satisfaremos rápidamente, pues sería difícil no encontrar una parte del cuerpo profesante donde ambos propósitos, o sólo uno, no se satisficiesen.

Finalmente, si sólo pretendemos hacer todo el bien que podamos, sin preguntarnos la manera cómo lo hagamos; si nuestro axioma es «correcto» o «incorrecto» para todo lo que nos proponemos; si estamos preparados para tergiversar las graves palabras de Samuel y decir que «los sacrificios son mejores que la obediencia, y la grosura de los carneros mejor que el prestar atención», entonces cualquier cosa peor que la vanidad nos llevará a indagar sobre la asamblea de Dios. Puesto que esta asamblea sólo la pueden descubrir y aprobar los que han sido enseñados a huir de las cientos de sendas floreadas de la conveniencia humana, relajarán la conciencia, el corazón, el entendimiento y todo su ser moral en la autoridad suprema de «Así dice Jehová».

En una palabra, el discípulo obediente sabe que existe algo que es la asamblea de Dios; y que él podrá también, por gracia, comprender cuál es su expresión verdadera. El estudiante inteligente de las Escrituras conoce muy bien la diferencia entre lo que fundan, forman y gobiernan la ciencia y la sabiduría humanas, y lo que Cristo el Señor congrega en torno suyo y dirige. ¡Qué grande es la diferencia! Es simplemente la distinción entre Dios y el hombre.

Pero se nos puede pedir aquí que presentemos pruebas escriturales sobre el hecho de que existe tal cosa en la tierra como la asamblea de Dios. En consecuencia, vamos a aderezar tales pruebas, porque permítasenos decir que, sin la autoridad de la Palabra, todas las afirmaciones carecen totalmente de valor. ¿Qué dice, entonces, la Escritura?

Nuestra primera pregunta será ese famoso pasaje de Mateo 16: «Viniendo Jesús a la región de Cesarea, preguntó a sus discípulos, diciendo: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre? Ellos dijeron: Unos, Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, Jeremías, o alguno de los profetas. Él les dijo: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi asamblea (ekklhsian)[1]; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (vers. 13-18).

Aquí nuestro bendito Señor hace suyo el propósito de edificar una asamblea, y presenta el verdadero fundamento de esta asamblea, o sea, «Cristo, el Hijo del Dios vivo». Éste es un aspecto muy importante de nuestro tema. El edificio se fundamenta sobre la Roca, y esta Roca no es el pobre Pedro, con su inestabilidad, tropezones y debilidades, sino Cristo, el Hijo eterno del Dios vivo. Cada piedra de este edificio toma vida de la Roca, la cual, una vez vencido todo el poder del enemigo, es indestructible.

Es absolutamente importante distinguir lo que Cristo edifica de lo que el hombre edifica. Las puertas del Hades prevalecerán con toda seguridad contra todo lo que es meramente humano; por lo tanto, sería un error garrafal aplicar las palabras constructivas al hombre cuando sólo se aplican a Cristo. El hombre construye con «madera, paja y heno» —¡y ciertamente lo hace!—, pero todo lo que nuestro Señor Cristo construye permanecerá para siempre. El sello de la eternidad está sobre cada obra de Su mano. Sea toda la alabanza a su glorioso nombre.

Una vez más, estudiando el Evangelio de Mateo, nos encontramos con un pasaje igual de familiar: «Por tanto, si tu hermano peca contra ti, vé y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano. De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:15-20).

Ya tendremos ocasión de volver sobre este pasaje más adelante, en el segundo apartado de nuestro tema. Aquí solamente se presenta como vínculo de evidencia escritural de que existe tal cosa como la asamblea de Dios en la tierra. Esta asamblea no es un nombre, o una forma, ni una pretensión o una asunción. Es una realidad divina, una institución de Dios que posee Su sello y licencia. Es algo a lo que apelar en casos de reveses personales y pendencias que no pueden solucionar las partes implicadas. Esta asamblea puede consistir solamente de «dos o tres» en un lugar determinado —la pluralidad más pequeña, si os parece—; pero ahí está, y es reconocida de Dios, y sus decisiones ratificadas en el cielo.

No tiene que espantarnos la verdad sobre este tema por el hecho de que la iglesia católica ha intentado poner como fundamento, en los dos pasajes que hemos leído más arriba, sus injustificadas pretensiones. Esta iglesia no es la asamblea de Dios, edificada sobre Cristo la Roca, y congregada en el nombre de Jesús. Es una apostasía humana, fundamentada en un endeble mortal, y gobernada por las tradiciones y doctrinas de hombres. A pesar de ello, no debemos sufrir que Satanás nos prive de la realidad de Dios con la falsedad. Dios tiene su asamblea en la tierra y somos responsables de confesar su verdad, ser una expresión práctica de ella. Esto puede ser difícil en unos tiempos de confusión como los que vivimos. Se requerirá una visión aguda, una voluntad sumisa y una mente refinada, que lo recuerde el lector, para manifestarse en él el privilegio de tener esta certeza divina sobre lo que es la expresión verdadera de la asamblea de Dios, respecto de la verdad que la sangre del Cordero lo ha salvado. Mas no por ello debe sentirse ya satisfecho. Yo no debería conformarme con seguir una sola hora sin saber que estoy, en espíritu y en principios, asociado a los que se congregan en el terreno de la asamblea de Dios. Digo en espíritu y en principios, pues puede ocurrir que me encuentre en un lugar donde no haya una expresión local de la asamblea, en cuyo caso debo conformarme con tener comunión, en espíritu, con todos aquellos en el terreno de la asamblea de Dios, y esperar que Él prepare mi camino, gozar así del privilegio de estar presente en persona con Su pueblo, y gustar de las bendiciones al compartir las responsabilidades benditas de Su asamblea.

Esto simplifica el tema sorprendentemente. Si no puedo tener una expresión verdadera de la iglesia de Dios, entonces no tendré nada. De nada servirá que me indiquen una comunidad religiosa con algunos cristianos, donde se predique el Evangelio y se observen todos los oficios. Debo estar convencido, por la autoridad de la palabra y el Espíritu de Dios, de que esta comunidad está realmente congregada en el terreno y que los rasgos de la asamblea de Dios la caracterizan. De ser al contrario, no puedo aceptarla. Sí podré aceptar a los hijos de Dios que están dentro, si ellos me dejaren hacer así, más allá de los términos de su sistema religioso; sin embargo, no podré aceptar su sistema ni tolerarlo de ninguna de las maneras. Si así lo hiciera, haría que mi afirmación tambaleara, al no tener donde sostenerse, en que no hay diferencia alguna si mantengo los principios de la asamblea de Dios o me inicio en los sistemas humanos; si reconozco la autoridad de Cristo o la del hombre; si acato la palabra de Dios o las opiniones humanas.

No hay duda de que todo esto ofenderá a la mayoría. Me tildarán de sectario, prejuicioso, estrecho de miras, intolerante y demás. Pero esto no debe desanimarnos al querer averiguar la verdad de la asamblea de Dios. A ella debemos aferrarnos de corazón y con energía, cueste lo que cueste. Si Dios tiene una asamblea —y la Escritura dice que la tiene— entonces dejadme que me encuentre con los que sostienen sus principios, y en ninguna otra parte. Obviamente, donde se encuentran diferentes sistemas conflictivos, todos no pueden ser divinos. ¿Qué tengo que hacer? ¿Debo conformarme con aceptar el menor de dos males? En absoluto. Entonces, ¿qué? La contestación es sencilla, aguda y directa: los principios de la asamblea de Dios o nada. Si hay una expresión local de esta asamblea, entonces bueno. Acude allí en persona. Si no es así, confórmate con tener comunión espiritual con todos los que, en humildad y fidelidad, reconocen y ocupan este terreno santo. Puede parecer liberal el que nos mostremos permisivos y acudamos con todo el mundo y a todos sitios. Parecerá muy fácil y satisfactorio estar en un lugar donde la voluntad de todos es tolerada y la conciencia de nadie es ejercitada, donde podemos mantener lo que queramos, decir lo que nos parezca, hacer nuestra voluntad. Todo ello suena muy atractivo y deleitable, plausible y popular. Pero finalmente habrá esterilidad; y en el día del Señor, podemos estar seguros que cuanta más madera, paja o heno haya allí, arderá por no resistir la acción de Su juicio.

Sigamos con nuestras pruebas de las Escrituras. En los Hechos de los Apóstoles, o mejor dicho, los Hechos del Espíritu Santo, aparece la asamblea ya formada. Bastarán uno o dos pasajes: «Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia a los que habían de ser salvos» (Hechos 2:46-47). Éste era el orden apostólico original. Cuando una persona se convertía, tomaba su lugar en la iglesia. No existía ninguna dificultad al respecto, pues no había sectas ni facciones que vindicaran ser una iglesia, una causa o unos intereses. Había un ente nada más, que era la asamblea de Dios. En ella Dios habitaba, actuaba y gobernaba. No era un sistema formado según la voluntad, el juicio o la conciencia del hombre. El hombre todavía no estaba metido en el negocio del levantamiento de iglesias. Ésta era la obra de Dios. Pertenecía a la prerrogativa de Dios congregar a los salvados y salvar a los dispersados[1][1].

Preguntamos con razón: ¿por qué tiene que ser diferente ahora? ¿Por qué los regenerados buscan otro terreno más alejado o diferente del de la asamblea de Dios? ¿No es aquél suficiente? Ciertamente. ¿Tendrían que estar satisfechos de pertenecer a algo más? En absoluto. Reiteramos, con insistencia: o una cosa o la otra.

El error, la ruina y la apostasía se han infiltrado. La ciencia del hombre y su voluntad, o si se prefiere, su razón, sus razonamientos y su conciencia lo han provocado; en asuntos eclesiásticos. El resultado se hace patente en los numerosos bandos y sectas de la actualidad. Sin embargo, aún insistimos en que el terreno original de la asamblea sigue siendo el terreno de la asamblea, a pesar del fracaso, el error y la confusión consecuencia de todo. La dificultad estriba en saber llegar a esta verdad en la práctica, pero cuando se llega a ella, permanece inalterada e inalterable. En los tiempos apostólicos la iglesia sobresalía, con notabilidad, de la oscuridad del judaísmo, por una parte, y del paganismo por otra. Era imposible confundirla; allí estaba, como una gran realidad; una compañía de hombres y mujeres congregados, en quienes Dios el Espíritu Santo gobernaba y dirigía.

Preguntamos con razón: ¿por qué tiene que ser diferente ahora? ¿Por qué los regenerados buscan otro terreno más alejado o diferente del de la asamblea de Dios? ¿No es aquél suficiente? Ciertamente. ¿Tendrían que estar satisfechos de pertenecer a algo más? En absoluto. Reiteramos, con insistencia: o una cosa o la otra.

El error, la ruina y la apostasía se han infiltrado. La ciencia del hombre y su voluntad, o si se prefiere, su razón, sus razonamientos y su conciencia lo han provocado; en asuntos eclesiásticos. El resultado se hace patente en los numerosos bandos y sectas de la actualidad. Sin embargo, aún insistimos en que el terreno original de la asamblea sigue siendo el terreno de la asamblea, a pesar del fracaso, el error y la confusión consecuencia de todo. La dificultad estriba en saber llegar a esta verdad en la práctica, pero cuando se llega a ella, permanece inalterada e inalterable. En los tiempos apostólicos la iglesia sobresalía, con notabilidad, de la oscuridad del judaísmo, por una parte, y del paganismo por otra. Era imposible confundirla; allí estaba, como una gran realidad; una compañía de hombres y mujeres congregados, en quienes Dios el Espíritu Santo habitaba, gobernando y dirigiendo sus vidas, a fin de que los indoctos o incrédulos, al entrar, se convencieran y se marcharan constreñidos a aceptar que Dios estaba allí (leer con atención 1 Cor. 12:14).

Por lo tanto, en el Evangelio nuestro bendito Señor hace suyo el propósito de edificar una asamblea. Esta asamblea se nos presenta en la historia en los Hechos de los Apóstoles. Luego, cuando vamos a las epístolas de Pablo, le vemos dirigiéndose a la asamblea en siete lugares distintos: Roma, Corinto, Galacia, Éfeso, Filipos, Colosas y Tesalónica. Finalmente en Apocalipsis, vemos mensajes dirigidos a siete asambleas distintas. En todos estos lugares, la asamblea de Dios era algo real y tangible, un ente establecido y sostenido por Dios mismo. No era una organización humana, sino un testimonio de institución divina, una lámpara para Dios en cada lugar.

Hasta aquí nuestras pruebas de la Escritura sobre el hecho de que Dios tiene una asamblea en la tierra, congregada, habitada y gobernada por el Espíritu Santo, que es el único Vicario de Cristo sobre el mundo. Proféticamente, el Evangelio nos presenta la asamblea; los Hechos nos la introducen en la historia; y las epístolas se dirigen a ella formalmente. Todo esto es claro. Y si ahora está fragmentada en pedazos, nos toca a nosotros congregarnos en el terreno de la asamblea de Dios y ser su expresión verdadera.

Entiéndase bien que no prestaremos atención sobre este tema más que a la voz de la santa Escritura. Que no hable la razón, porque no la aceptamos. La tradición contenga su voz ante nuestra omisión. Que la conveniencia no nos dé su abrigo porque no se lo permitiremos. Creemos en la suficiencia de la santa Escritura, que basta para ilustrar profundamente al hombre de Dios y equiparlo a la perfección para buenas obras (ver 2 Tim. 3:16,17). La palabra de Dios es suficiente o no lo es. Creemos que es del todo suficiente para cada necesidad de la asamblea de Dios. No podía ser de otra manera si Dios es su autor. O bien debemos negar la divinidad o admitir la suficiencia de la Biblia. No hay medias tintas. Es imposible que Dios haya escrito un libro carente e imperfecto.

Este principio pesa por sí solo en relación con nuestro tema. Muchos de nuestros escritores protestantes, al atacar el sistema papal, sostuvieron la suficiencia y la autoridad de la Biblia, pero nos parece que perdían terreno ante la ofensiva de sus opositores cuando éstos les exigían presentar pruebas de la Escritura sobre muchas cosas adoptadas en las comunidades protestantes. En las clases dirigentes2 existe tal adopción de cosas llevadas a la práctica, así como en otros círculos protestantes, que la Palabra no tolera; y cuando los perspicaces e inteligentes defensores del papado notaron estas inconsistencias, exigiendo que se les presentase una base autoritativa, la debilidad del protestantismo salió a relucir. Si por un momento admitiéramos recurrir a la tradición y a la conveniencia para ciertas cosas, ¿quién se atrevería entonces a determinar la frontera? Si fuera posible apartarnos en absoluto de la Escritura, ¿cuánto nos alejaríamos? Si se tolerase la autoridad de la tradición, ¿quién pondría términos a sus dominios? Caso de abandonar la bien definida y estrecha senda de la revelación divina para adentrarnos en el abrumador campo de la tradición humana, ¿no tendría un hombre el mismo derecho que otro de escoger? En resumidas cuentas, evidentemente es imposible congregarnos con miembros del catolicismo en cualquier otro terreno que no sea en el que la asamblea de Dios fundamenta sus principios, o sea, la suficiencia de la palabra de Dios, el nombre de Jesús, y el poder del Espíritu Santo. Ésta es, bendito sea Dios, la posición invulnerable que ocupa Su asamblea; y por muy tenue y despreciable que pueda parecer cualquier expresión que ella ofrece a la mirada del mundo, sabemos, porque Cristo nos lo ha dicho, que las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Estas puertas socavan sin lugar a dudas cada sistema humano, todas esas corporaciones y sociedades que los hombres han creado sobre la marcha. Y ninguno ha sido el caso en que hayan triunfado y se hayan manifestado de forma más funesta estas puertas que en la iglesia católica, aunque ésta adoptara la afirmación de nuestro Señor como el baluarte de su fortaleza. Nada puede resistir el poder de las puertas del Hades salvo esta asamblea edificada sobre la Piedra viva; y la expresión local de esta asamblea puede ser «dos o tres» congregados en el nombre de Jesús; un pobre, débil y desdeñable puñado, lo arrinconado del mundo y el deshecho de todo.

Haremos bien en adoptar una postura clara al respecto. La promesa de Cristo nunca falla. Él ha descendido, bendito sea Su nombre, hasta el número más reducido al que puede reducirse una asamblea, a dos. ¡Qué gracia, qué delicadez y consideración! ¡Quién como Él! Vincula toda la dignidad, todo el valor, la eficacia toda de Su divino e imperecedero nombre a un puñado deficiente congregado en torno a Él. Es evidente para la mente espiritual, que al hablar el Señor Jesús de dos o tres miembros no pensaba en esos vastos sistemas que han emanado en la Antigüedad, en el Medievo y en tiempos modernos, por oriente y occidente, elevando siquiera el número de sus adeptos y acólitos a dos o tres, sino contándolos por reinos, provincias y concejos parroquiales. Queda del todo claro que un reino bautizado, y dos o tres almas vivas, congregadas en el nombre de Jesús, no significa ni puede significar lo mismo. La cristiandad bautizada significa una cosa, y una asamblea de Dios otra. Lo que esta última significa es algo que aún no hemos visto; aquí estamos afirmando que ambas no son, ni pueden ser, lo mismo. Se confunden constantemente, aunque no existen dos cosas más diferentes.

El lector tendrá que ponderar la diferencia entre la iglesia contemplada como «el cuerpo de Cristo», y vista como «la casa de Dios». A tal efecto, podrá estudiar Efe. 1:22 y 1 Cor. 12 para la primera; Efe. 2:21; 1 Cor. 3 y 1 Tim. 3 para la última. Su distinción es igual de interesante que importante.

Si quisiéramos saber bajo qué figura nos presenta Cristo el mundo bautizado, sólo tendríamos que recurrir a la «levadura» y a «la semilla de mostaza» de Mateo 13. La primera nos muestra el carácter interior, y la última el carácter exterior de «el reino de los cielos», de aquello que fue establecido originalmente con toda simplicidad y verdad, algo real que, aunque pequeño, por la acción astuta de Satanás se ha convertido interiormente en una masa corrupta, pero exteriormente ofrece una visión cada vez más popular en la tierra que reúne toda índole de personas bajo su amparo. Ésta es la lección —simple pero solemne— que debe aprender toda persona espiritual de la «levadura»y «la semilla de mostaza»de Mateo 13. Y podemos añadir que un resultado de haber aprendido esta lección será la capacidad de distinguir entre «el reino de los cielos» y la «asamblea de Dios». El primero podemos compararlo a una extensa ciénaga, y la última a una corriente que fluye a través, con el peligro constante de perder su carácter distintivo como su curso correcto, al mezclarse con las aguas alrededor. Confundir estas dos cosas es propinar un golpe mortal a toda disciplina en la piedad y, por consiguiente pura, en la asamblea de Dios. Si el reino y la asamblea significan una misma cosa, ¿qué actitud adoptamos frente al versículo de «el perverso» en 1 Cor. 5? El apóstol nos dice de «echarlo fuera». ¿Adónde tenemos que echarlo? Nuestro mismo Señor señala la diferencia al decir que «el campo es el mundo»; y una vez más, en Juan 17, Él dice que Su pueblo no es del mundo. Esto lo aclara todo. Pero los hombres nos dirán, contra la evidencia de la afirmación de nuestro Señor, que el campo es la asamblea, y que la cizaña y el trigo, los impíos y piadosos, tienen que crecer juntamente, que bajo ningún motivo deben separarse. De esta manera, la clara enseñanza del Espíritu Santo en 1 Cor. 5 está en guerra abierta con la misma enseñanza igual de clara de nuestro Señor en Mateo 13; todo esto es consecuencia del intento de confundir el reino de los cielos con la asamblea de Dios.

No es el propósito de este escrito entrar en detalles sobre este tema interesante de «el reino». Ya se ha dicho suficiente si el lector se siente convencido de la enorme importancia de distinguir correctamente ese reino de la asamblea. Sobre lo que es esta última, vamos a proceder ahora con nuestras preguntas y, ¡que Dios el Espíritu Santo sea nuestro Maestro!

Los principios de la Asamblea de Dios

Al tratar nuestras preguntas sobre la asamblea de Dios, nuestros pensamientos serán esclarecidos y tendrán mayor precisión cuando consideremos los cuatro puntos siguientes:

¿Qué es el terreno en el que se congrega la asamblea?

¿Qué es el centro en torno al cual se congrega la asamblea?

¿Qué es el poder por el que la asamblea se congrega?

¿Con qué autoridad se congrega la asamblea?

El terreno en el que se congrega la asamblea

Primero, en cuanto al terreno en el que se congrega la asamblea. En una palabra, este terreno es todos aquellos que poseen la salvación, o la vida eterna. No entramos en la asamblea para hallar la salvación, sino como los que ya la poseemos. La palabra es «Sobre esta roca edificaré mi iglesia». Él no dice «Sobre mi iglesia edificaré la salvación de las almas». Uno de los dogmas abanderados de Roma es éste: no hay salvación fuera de la verdadera iglesia. Sí, pero podemos ir más lejos y decir que fuera de la verdadera Roca no hay iglesia. Quitad la Roca y no tendréis nada excepto una estructura sin fundamento de error y corrupción. ¡Qué miserable engaño pensar ser salvo por eso! Gracias a Dios no es así. No llegamos a Cristo por la iglesia, sino a la iglesia por Cristo. Cambiar este orden es desplazar a Cristo por completo, y no tener ni Roca, ni iglesia ni salvación. Encontramos a Cristo como el Salvador de vida, antes que tener que ver con la asamblea; incluso podríamos poseer la vida eterna, y gozar de la salvación completa, aun cuando no hubiera tal cosa como una asamblea de Dios en la tierra[1][1].

No podemos pecar de simples al asimilar esta verdad, en unos tiempos cuando la pretensión eclesiástica se eleva a tales alturas. La llamada iglesia, está abriendo su regazo con invitación celadora a los cansados del pecado, a los hastiados del mundo y a las almas cargadas para que hallen refugio en ella. Con liberalidad artificiosa, abre de par en par la puerta de sus tesoros y pone a disposición de las almas necesitadas y ansiosas todos sus recursos. Y éstos ejercen una poderosa atracción sobre los que no están en La Roca. Hay un sacerdocio instituido que profesa estar en línea ininterrumpida con el servicio apostólico. ¡Qué diferentes los dos extremos de la línea! Es un sacrificio continuo, incruento, y por lo tanto desprovisto de valor (Heb. 9:22). En ella se ofrece un ritual espléndido que evoca las sombras de una época pasada, unas sombras que han sido desplazadas para siempre por la Persona, la obra y los oficios del Hijo eterno de Dios. Sea adorado su nombre.

El creyente tiene una contestación muy concluyente a todas las pretensiones y promesas del sistema católico. Puede argüir que ha hallado su plenitud en el Salvador crucificado y resucitado. ¿Para qué quiere el sacrificio de la misa? Está lavado en la sangre de Cristo. ¿Por qué querría tener que ver con un pobre sacerdote mortal y pecador, que no puede salvarse a sí mismo? Él tiene al Hijo de Dios como sacerdote. ¿Por qué seguiría la pompa de un ritual que impone superfluidades? Él adora en espíritu y en verdad, en el lugar santísimo, en donde entra francamente por la sangre de Jesús.

Con el catolicismo romano no tenemos siquiera nada que hacer en la declaración de nuestro primer punto. Nos tememos que haya miles, además de los católicos, que con sinceridad contemplan la iglesia, si no para ser salvos, sí como una antesala de la salvación. Es importante observar que los materiales que conforman la iglesia de Dios son aquellos que poseen la salvación o la vida eterna; cualquiera que fuese el objetivo de la asamblea, no sería seguramente el de proveer la salvación a sus miembros, pues éstos fueron salvados ya antes de entrar en sus recintos. La asamblea de Dios es un conjunto de redimidos desde el principio hasta el fin. ¡Bendita realidad! No es ninguna institución fundada como propósito de proveer a los pecadores la salvación, ni tampoco para satisfacer sus necesidades religiosas. Se trata de un cuerpo con vida y salvado, que el Espíritu Santo forma y congrega, para dar a conocer a «los principados y potestades en los lugares celestiales la multiforme sabiduría de Dios» y declarar a todo el universo la todosuficiencia del nombre de Jesús.

Bien, el gran enemigo de Cristo y de la iglesia sabe muy bien qué clase de poder tiene en el testimonio la asamblea de Dios, llamada y concebida para manifestarlo en la tierra; y en consecuencia el diablo se ha puesto de malas con ella con infernal energía para aplastar el testimonio como le sea posible. Él odia el nombre de Jesús y todo lo que rinde gloria a este nombre. De ahí viene su fuerte oposición a toda la asamblea en general, y a toda expresión local de ella allí donde se encuentre. El diablo no presenta objeciones a una mera clase religiosa fundada para procurar por las necesidades religiosas de las personas, sea ésta mantenida por un gobierno o por el mismo esfuerzo personal. Ya puede ser todo o cualquier cosa para Satanás, menos una expresión práctica de la asamblea de Dios. Ésta es la que él odia, y siempre procurará denigrarla derribándola con todo su poder. Pero el tranquilizador énfasis de Cristo el Señor recae sobre el oído de la fe: «Sobre esta Roca edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella».

El centro en torno al cual se congrega la asamblea

Esto nos lleva, como es natural, a nuestro segundo punto. ¿Qué es el centro en torno al cual se congrega la asamblea? El centro es Cristo, la Piedra viva, como leemos en la epístola de Pedro: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Ped. 2:4,5).

Alrededor de la Persona de un Cristo vivo la asamblea de Dios se congrega. No lo hace con una doctrina, por verdadera que sea; ni con un oficio, por importancia que tenga, sino en torno a una Persona viva y divina. Éste es un punto vital que debe entenderse, sostener con vigor y reconocer en todo momento para llevarlo a cabo. «Acercándoos a él». No dice «Acercándoos a algo», pues no nos acercamos a ninguna cosa, sino a una Persona; «Salgamos, pues, a él» (Heb. 13). El Espíritu Santo nos lleva solamente a Jesús. Nada inferior a esto nos sirve. Podemos decir de unirnos a una iglesia, formar parte como miembros de una congregación, afiliarnos a un partido, a una causa o a unos intereses. Todas estas expresiones son propensas a embotar y a confundir la mente, velando de nuestra mirada la idea divina de la asamblea de Dios. No es nuestro deber unirnos a nada. Cuando nos convertimos a Dios, Él nos unió por Su Espíritu a Cristo, y esto debería bastarnos. Cristo es el único centro de la asamblea de Dios.

Y puestos a preguntar diremos: ¿no es Él suficiente? ¿No es bastante motivo para nosotros estar unidos al Señor? ¿Por qué añadir nada más? «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). ¿Qué más necesitamos de positivo? Si Jesús está en medio de nosotros, ¿de qué sirve asignar una presidencia? ¿Por qué no le concedemos por unanimidad la silla de la presidencia a Él, acatándole en todas las cosas? ¿Por que razón estableceríamos una autoridad humana de cualquier rango en la casa de Dios? Pero esto es lo que se hace, y haremos bien en hablar de ello sin condiciones. El hombre es asignado en donde una asamblea de Dios profesa serlo. La autoridad humana es ejercida en esta esfera en la que sólo la autoridad divina debería reconocerse. Poco importa, respecto a los principios de la investidura, si se trata de un papa, de un clérigo, de un sacerdote o un presidente. En definitiva, es el hombre asignado en el lugar de Cristo. Puede tratarse de un papa invistiendo de poder a un cardenal, a un legado o a un obispo para esta esfera de acción; o bien puede ser la causa un presidente que ordene a un hombre orar diez minutos. El principio es uno y el mismo. Es la autoridad humana que actúa en ese círculo donde sólo la autoridad de Dios debería acatarse. Si Cristo está en nuestro centro, podemos confiar en Él para todo. Al decir esto, sin embargo, damos lugar a una probable objeción, pues los que abogan por la autoridad humana dirán: “¿cómo puede una asamblea seguir adelante sin ninguna presidencia humana? ¿No causaría ello un gran desorden? ¿La puerta no estaría abierta a toda clase de intrusión del exterior, que entrara alguien e ignorara la asamblea de quién se tratase, desconociendo sus dones y aptitudes? ¿No se presentarían hombres en estas circunstancias a inundarnos de su necedad?”

Nuestra respuesta en una muy sencilla: Jesús es del todo suficiente. Podemos confiar en Él para imponer orden en Su casa. Nos sentimos mucho más seguros en Sus manos poderosas que en las manos del presidente humano más atrayente. Tenemos como tesoro nuestros dones en Jesús. De Él emana la autoridad de los ministerios. «Él tiene las siete estrellas». Confiemos solamente en Él y proveerá el orden a nuestra asamblea como lo hiciera otrora a nuestras almas. Éste es el motivo por el cual relacionamos La todosuficiencia del nombre de Jesús con La Asamblea de Dios en la portada de este escrito. Creemos que, verdaderamente el nombre de Jesús es suficiente, no sólo para la salvación personal, sino también para todas las necesidades de la asamblea: la adoración, la comunión, el ministerio, la disciplina, el gobierno, todo. Teniéndole a Él tenemos abundancia.

Ésta es la esencia y sustancia de nuestro tema. Nuestro propósito es glorificar el nombre de Jesús; y creemos que se ha visto deshonrado en donde su casa presume serlo. Se le ha destronado, y ha ocupado Su trono la autoridad del hombre. De balde conferirá, pues, un don ministerial; el que lo posea no se atreverá a ejercerlo sin el sello, el beneplácito y la autoridad del hombre. Y no sólo eso, pues si alguien cree apropiado dar su aprobación y poner su sello de autoridad sobre un hombre que no posee ningún don espiritual, e incluso ningún ápice de vida espiritual, no deja por ello de reconocerle su ministerio. En definitiva, la autoridad humana sin el don que da Cristo convierte al hombre en un ministro, mientras que el don de Cristo sin la autoridad humana no lo hace. Si esto no es deshonrar a Cristo el Señor, ¿qué es entonces?

Lector cristiano, relájate ahora y sopesa seriamente el principio de la autoridad humana. Estamos expectantes de que llegues a su misma raíz y la juzgues con detenimiento, bajo la luz de la Escritura y en la presencia de Dios. Ten la seguridad de que ello es la piedra de toque para distinguir los principios de la asamblea de Dios y todos los sistemas humanos religiosos debajo del sol. Si consideras todos estos sistemas, desde el catolicismo hasta la forma más refinada de sociedad religiosa, verás que se vindica y se acepta en ellos la autoridad humana. Con ésta puedes ser ministro, sin ella no. Por contra, en la asamblea de Dios sólo el don de Cristo hace de un hombre un ministro, dejando de lado toda autoridad humana. «No de hombres ni por hombre, sino por Jesucristo y por Dios el Padre que lo resucitó de los muertos» (Gál. 1:1). Éste es elmagnífico principio de los ministerios en la asamblea de Dios.

Al catalogar el catolicismo en todos los demás sistemas religiosos de nuestro periodo, entiéndase bien que lo hacemos sólo basándonos en el principio de la autoridad de los ministerios. Que Dios nos guarde de pensar que un sistema que cierra las puertas a la Palabra de Dios y enseña la idolatría, la adoración de los santos y los ángeles, así como una ingente cantidad de superstición y error, sea igual a los otros sistemas donde la Palabra de Dios es sostenida y sus principios verdaderos más o menos anunciados. Nada esté más lejos de nuestras intenciones. Creemos que el papado es un ardid de Satanás, como sistema religioso, pese a que la mayoría del pueblo de Dios se ha hallado, y aún se halla, en sus premisas.

A continuación, déjesenos afirmar sin lugar a confusión que creemos que los santos de Dios se hallan en cada comunidad de protestantes, tanto ministros como miembros; y que el Señor los utiliza de muchas maneras, ya sea bendiciendo su obra, su servicio y el testimonio personal que rinden.

Y por último, lo creemos apropiado decir que no atacamos ninguno de estos sistemas, pues con ellos no tenemos nada que ver. El Señor lo hará. Nuestro interés está en los santos en estos sistemas, para que lleguen a aceptar, actuando en consecuencia, los principios divinos de la asamblea de Dios.

Llegados a este punto, y para evitar la confusión, volvemos con ganas a nuestro asunto, y es que el hilo de autoridad humana discurre en cada sistema religioso de la cristiandad, donde a todas luces, no existe el mínimo indicio de ningún terreno de base consistente que relacione la iglesia católica con una expresión verdadera de la asamblea de Dios. Sostenemos que una persona en busca de la verdad, que abandona las oscuras sombras del papado, es posible que no se detenga hasta encontrarse en la luz diáfana y bendita de lo que es una expresión verdadera de la asamblea de Dios. Puede llevarle años moverse por ese espacio. Sus pasos serán comedidos y meditados; pero yendo en pos de la luz con sencillez y piedad no obtendrá descanso entre esos dos extremos. El terreno de la asamblea de Dios es la posición verdadera para todos los hijos de Dios. Lamentablemente para el Señor, todos no se encuentran allí. Tendrían que hallarse, no sólo porque esté Dios allí, sino también porque se le confiere a Él la dirección.

Esto último es muy importante, pues puede preguntarse: “¿no está Dios en todas partes?” Y “¿no tiene la acción en algunos lugares?” Sí, Él está en todas partes y obra en medio del error y el mal manifiestos. Pero no se le permite dirigir en los sistemas humanos, dado que la autoridad humana es muy elevada, como ya hemos visto. Además de ello, si el hecho de que Dios convierte almas y las bendice en un sistema sea motivo por el que tendríamos que estar allí, entonces deberíamos ir a la iglesia católica, porque ¿cuántos no se han convertido dentro de este exaltado sistema? También en el despertar hemos oído de personas que se han levantado del sueño en las capillas católicas. Lo que constituye una evidencia sobrada acaba por no querer decir nada, por lo tanto no puede presentarse ningún argumento basándolo en que Dios obra en un lugar. Nosotros tenemos que sujetarnos a Su autoridad y hacer la obra donde se nos dicte. Mi Maestro puede ir donde desee, pero yo debo ir a donde se me indica.

Algunos preguntarán: “¿no corremos el peligro de que personas ineptas se entrometan con su ministerio en la asamblea de Dios? Si éste es el caso, ¿cuál es la diferencia entre esa asamblea y los sistemas humanos?” Contestamos que realmente existe el peligro. Pero ocurriría a pesar, y no a causa, del principio. Esto explica la diferencia. Hemos vivido errores y fracasos que son muy humillantes.

Nadie piense que si defendemos la verdad de la asamblea es porque ignoramos los peligros y las pruebas a que están expuestos aquellos que llevan a cabo sus principios. En absoluto. Nadie permanecería en este terreno por veintiocho años sin haber sopesado lo difícil que es mantenerse en él. Así, todas estas pruebas, peligros y dificultades —llamadlo, si os parece, doloroso— vienen a demostrar la verdad de la posición; y fuera el remedio el recurrir a la autoridad humana, tal como colocar al hombre en el lugar de Cristo, o un retorno a los sistemas mundanos, apuntaríamos sin vacilar que el remedio es peor que la enfermedad. Porque si optásemos por el remedio, sería que sufriríamos los peores síntomas de la enfermedad; mas no debe ser una causa de lamento, sino un motivo para gloriarnos en los frutos que produce este orden.

Empero, bendito sea Dios, hay un remedio. ¿Cuál es? «Allí estoy yo en medio de ellos». Es suficiente. No se trata de que haya un papa, un sacerdote, un clérigo o un presidente en su centro, como cabezas en el púlpito. En todo el Nuevo Testamento no hallamos nada de esto. En la asamblea de Corinto, donde había mucho desorden y confusión, el apóstol inspirado nunca presenta como alternativa tal cosa como una presidencia humana bajo ningún nombre. «Dios es el autor de paz en todas las asambleas de los santos» (1 Cor. 14:33). Dios estaba allí para poner orden. Tenían que mirar a Él, no al hombre sujeto a un título. Asignar al hombre para imponer orden en la asamblea de Dios es incredulidad escarnecedora, amén de un insulto a la presencia divina.

Bien, se nos pide a menudo aducir las Escrituras como prueba de la dirección divina en una asamblea. Enseguida respondemos «Allí estoy yo» y «Dios es el Autor». Sobre estos dos pilares, aun careciendo de más, podemos edificar gozosos la verdad gloriosa de la dirección divina, una verdad que libera de todos los sistemas humanos, sean cuales fueren, a todos los que la reciben aceptándola de Dios. A nuestro juicio es imposible reconocer a Cristo como el centro y el gobierno soberano en la asamblea y seguir sin embargo tolerando la titularidad del hombre. Cuando hemos gustado de la dulzura de estar bajo Cristo, jamás podemos volver a someternos a los lazos serviles del hombre. No se llama insurrección o pérdida del control. Sólo es el rechazo absoluto a acatar una autoridad falsa, a tolerar un desacato inmoral. En el momento que veamos al hombre que desacata la autoridad en la iglesia, hagámosle esta pregunta: “¿quién eres tú?”, y retirémonos a una esfera donde sólo Dios es reconocido.

Pero entonces se cometen errores, abusos y el mal es patente incluso en esta esfera. Por descontado; mas si esto es así, tenemos a Dios para corregirlo. Y en consecuencia, si una asamblea se viera afectada por la intromisión de hombres ignorantes y envanecidos —quienes no se han estudiado en la presencia de Dios—; de hombres que franquearan la vasta extensión presidida por el sentido común, el buen gusto y el dominio moral, resultando después que inútilmente fuesen guiados por el Espíritu Santo; de hombres infatigables, que presumiendo ser algo tuvieran a la asamblea en vilo, sin saber ésta qué aconteciese después, ¿debe por ello verse seriamente afligida en cuanto a qué debería hacer? ¿Abandonaría el terreno deprisa, decepcionada y en desazón? ¿Tomarlo todo como un mito, una fábula o una quimera? ¿Volvería a lo que una vez dio por terminado? Lamentablemente, esto es lo que han hecho algunos, demostrando con ello que nunca entendieron lo que hacían, o si lo entendieron, no tuvieron fe para seguir. Muéstrese el Señor misericordioso con éstos, y abran los ojos para ver de dónde han salido y tengan una correcta visión de la asamblea de Dios, que contrasta con los más atractivos de los sistemas humanos.

¿Qué tiene que hacer una asamblea cuando se cometen abusos en ella? Mirar simplemente a Cristo como Señor de Su casa. Reconocerle su lugar apropiado. Dejar sobre el nombre de Jesús el abuso de cualquier tipo. ¿Dirá alguien que esto no basta? ¿Es que alguna vez no ha dado resultado? No podemos ni queremos creerlo. Y añadimos también que si el nombre de Jesús no basta, no nos someteremos nunca al hombre y a su orden desdeñoso. Nunca borraremos, mientras Dios nos asista, este nombre sin igual del modelo a cuyo alrededor el Espíritu nos congrega, para colocar el fugaz nombre de un mortal en su lugar.

Somos plenamente conscientes de los grandes problemas y de las pruebas dolorosas que conlleva toda expresión de la asamblea de Dios. Creemos que estos problemas y pruebas son perfectamente característicos. No hay nada que el diablo odie más debajo del cielo que esta asamblea, y no dejará piedra por remover a fin de serle un obstáculo. Ya hemos visto bastantes ejemplos de ello. Un evangelista puede dirigirse a un lugar y predicar la todosuficiencia del nombre de Jesús para salvar un alma, e inmediatamente captar a millares. Pero volviendo este hombre predicando el mismo evangelio para proclamar la todosuficiencia de Jesús como respuesta a las necesidades de una asamblea de creyentes, sólo le retribuirá oposición por todos bandos. ¿Por qué es así? Porque el diablo odia la expresión más apagada de la asamblea de Dios. Podéis presenciar una ciudad durante siglos y generaciones abandonada a su tenue rutina de formalismo religioso, una gente sin vida que se reúne una vez por semana para escuchar a un hombre exánime que oficia un servicio extinto, mientras el resto de la semana lo transcurre ebrio. No existe el mínimo vestigio de vida, ni siquiera el de una hoja mecida por el viento. Al diablo esto le gusta. Pero que venga alguien y presente el modelo del nombre de Jesús, tanto para el alma como para la asamblea, y veréis qué pronto se produce un cambio. La ira del infierno se aviva al tiempo que la fuerza opositora es soliviantada.

He aquí lo que creemos ser el verdadero secreto de muchas de las fieras embestidas contra aquellos que mantienen los principios de la asamblea de Dios. Es imposible no lamentar muchos errores, deslices y fracasos. Hemos dado mucha ocasión al adversario por culpa de nuestros disparates e inconsistencias. Hemos sido unas pobres cartas, un testimonio débil y decadente, una luz trémula. Por todo ello debemos humillarnos ante nuestro Dios. Nada más impropio de nosotros que la presunción de elevarnos a titularidades eclesiásticas. El lugar que nos corresponde es el polvo. Sí, queridos hermanos, el lugar de la confesión y del juicio personal en presencia de nuestro Dios.

De todos modos, no debemos desprendernos de los principios gloriosos de la asamblea de Dios porque hayamos tristemente fracasado al cumplirlos. No tenemos que juzgar la verdad exhibiéndola, sino juzgar nuestra exhibición por la verdad. Una cuestión es ocupar el terreno divino, y otra muy diferente conducirnos en él como es debido; y mientras sea posible juzgarnos en la práctica por nuestros principios, la verdad sigue aplicándose en ello. Entonces estemos seguros de que el diablo odiará la verdad que caracteriza a la asamblea. Un simple puñado de pobre gente, congregada en el nombre de Jesús para partir el pan, es una espina clavada para el diablo. No es extraño que esto despierte la cólera de los hombres, dado que ello tira por la borda su autoridad sin poder soportarlo. Pese a todo, creemos aún que el origen de todo ello está en el odio de Satanás al testimonio especial que rinde una asamblea a la todosuficiencia del nombre de Jesús para toda necesidad de los santos de Dios.

Este testimonio es en realidad muy elogiable, y deseamos sinceramente verlo reproducirse con fidelidad. Debemos contar con todos los obstáculos posibles. Ocurrirá con nosotros lo que les ocurrió a los cautivos que regresaron en tiempos de Nehemías y Esdras. Podemos bien esperar a más de un Rehum y un Sanbalat. Si Nehemías hubiera ido por el mundo a edificar otros muros cualesquiera excepto los de Jerusalén, Sanbalat no le habría incordiado. Pero construir los muros de Jerusalén era una ofensa imperdonable. ¿Por qué? Porque Jerusalén era el centro terrenal de Dios, en el cual todavía habrá de reunir a las tribus restauradas de Israel. Éste era el secreto de que el enemigo se opusiese. Tomemos nota del desdén que desprende: «Lo que ellos edifican del muro de piedra, si subiere una zorra lo derribará». Y no obstante, Sanbalat y sus amigos no pudieron derribar sus muros. Podían hacer que cesara la labor por la falta de fe y energías en los judíos, pero no sería así cuando Dios se proponía levantar esos muros. ¡Cómo se parece esto al momento actual! Existe un desdén disimulado, pero igual de alarmante. Si todos los que se congregan en el nombre de Jesús fueran sólo de corazón más veraces a su bendito centro, qué testimonio ofrecerían, qué poder y victoria. Cómo proclamaría por doquier «donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». No hay nada como esto debajo del sol, aunque sea así de débil y desdeñable. Que el Señor sea alabado por levantar un testimonio para Él en estos últimos tiempos. ¡Que Él haga aumentar su efectividad por el poder del Espíritu Santo!

El poder por el que la asamblea se congrega

Tenemos que echar una mirada breve ahora a nuestro tercer punto, esto es, cuál es el poder por el que la asamblea se congrega. Una vez más no se tienen en cuenta al hombre y sus actos. Se trata nada menos que de la acción del Espíritu Santo congregando almas para Jesús, lo que excluye la voluntad, el juicio, la conciencia y la razón del hombre. Como Jesús es el único centro, el Espíritu Santo es del mismo modo el único poder que congrega. Tanto el uno como el otro son independientes del hombre. Es «donde están dos o tres congregados». No se dice «donde se citan dos o tres». Las personas pueden citarse en torno a un centro en cualquier terreno, por alguna influencia, y entonces formar una sociedad, una asociación o una comunidad. Pero el Espíritu Santo congrega las almas a Jesús en el terreno de la salvación; y éste es el principio de la asamblea de Dios.

Una asamblea puede no incluir a todos los santos de Dios en una localidad, pero sí permanecer en el terreno de la asamblea de Dios, donde nada más está. Puede consistir de dos o tres, aun habiendo cientos de cristianos en los demás sistemas religiosos alrededor; sin embargo, los dos o tres permanecen en el terreno de la asamblea de Dios.

Ésta es una verdad muy simple. Un alma guiada por el Espíritu Santo sólo se congregará hacia el nombre de Jesús, y si nos reuniéramos hacia algo más, aun siendo parte de una verdad, de una regla u otra, en ello no nos estaría guiando el Espíritu. No se trata de una cuestión de vida o salvación. Hay miles que Cristo ha salvado y que no le aceptan como su Centro. Están congregados a una forma de gobierno eclesiástico, a alguna doctrina preferida o regla, a cualquier hombre dotado. Mas el Espíritu nunca congregará hacia ninguno de éstos. Sólo lo hace hacia un Cristo resucitado. Esto se aplica a toda la iglesia de Dios sobre la tierra; y cada asamblea local, allí donde esté reunida, debería expresar de este modo su totalidad.

El poder en una asamblea dependerá mucho de la medida con que cada miembro se congregue con corazón sincero hacia el nombre de Jesús. Si yo me congrego con un bando que sostiene opiniones características; si me atraen su enseñanza y las personas; si, en una palabra, no es el poder del Espíritu Santo el que me guía al verdadero centro de la asamblea de Dios, reflejaré atropello, carga y debilidad. Seré para una asamblea lo que un matacandelas para una vela, y en vez de contribuir a la iluminación general haré todo lo contrario.

Todo ello es práctico con detalle. Debería ejercitar mi corazón y el juicio personal respecto a qué me ha hecho sentir atraído hacia una asamblea, así como por mi proceder en ella. Estamos totalmente convencidos de que el matiz y el testimonio de una asamblea se han visto debilitados por la presencia de personas que no entienden su posición. Algunos se personan allí porque reciben la enseñanza y la bendición que no recibirían en otro lugar. Otros están allí a causa de gustarles la sencillez de la adoración. El resto viene buscando amor. Mas nadie de ellos procede correctamente. El estar en una asamblea se debe a que el nombre de Jesús es el único modelo establecido en ella, y el Espíritu Santo nos ha congregado a Él.

No hay duda de que el ministerio es muy apreciado, y lo poseeremos, en mayor o menor medida, si hay un orden correcto. También por lo que respecta a la sencillez con que se adora, estamos seguros de que es algo sencillo, real y verdadero cuando se comprende la presencia divina y se acepta la soberanía del Espíritu Santo, sujetándonos a ella. Lo mismo para el amor, si acudimos buscándolo nos llevaremos una gran decepción; pero si se nos permite cultivarlo y manifestarlo, recibiremos a todas luces más de lo que esperamos o merecemos. Por lo general, aquellas personas que todo el tiempo están quejándose de la falta de amor en los demás se inducen ellas mismas a esta carencia; y, por otra parte, los que realmente caminan en amor os dirán que reciben mil veces más de lo que merecen. Recordemos que el mejor sistema de obtener agua de un pozo vacío es vaciar primero en él una pequeña cantidad. Junto al torno esperaríamos hasta cansarnos y marcharnos impacientes, quejumbrosos del pozo; mientras que si vaciásemos un poco de agua dentro, recibiríamos a cambio una corriente a borbotones que satisfaría todo nuestro deseo.

Poco nos imaginamos cómo sería una asamblea si cada uno fuera guiado claramente por el Espíritu Santo, congregado sólo a Jesús. No habría quejas de reuniones apagadas, pesadas e infructuosas. El temor de que aflorasen la naturaleza humana y sus actos insidiosos —ausencia de oraciones, hablar por hablar, citas de muchos himnos para llenar los largos vacíos— no existiría. Todos serían conscientes de su lugar en la presencia inmediata del Señor. Se llenaría cada recipiente de su don, apto para el uso del Maestro, y los ojos se dirigirían a Jesús con los corazones ocupados en Él. Si se leyera un capítulo, se oiría la misma voz de Dios. Si se dijera una palabra, llegaría con poder al corazón. Si se hiciera una oración, llevaría al alma a la misma presencia de Dios. Al cantar un himno, elevaría el espíritu a Dios, como el tañido de arpas celestiales. No nos aplicaríamos en preparar sermones, ni oraríamos como si predicásemos, explicando doctrinas a Dios; todavía menos pediríamos por nuestro prójimo para proveer a sus necesidades cuando las nuestras no han sido aún provistas, ni citaríamos himnos por el mero placer de citarlos, ni nos enturbiaría cualquier deficiencia armónica. Todos estos males serían evitados. Por contra, nos sentiríamos en el mismo santuario de Dios, regocijándonos por anticipado en aquel día cuando adoraremos en las mansiones celestiales.

Se nos preguntará:¿Dónde se puede encontrar todo esto aquí abajo? He aquí la cuestión. Es muy diferente el comprender todo ello en medio del error, el fracaso y las debilidades, del escribirlo como un beau ideal sobre el papel. Por gracia, algunos de nosotros ha comprobado a veces escenas de felicidad. En ocasiones hemos disfrutado de momentos del cielo en la tierra. ¡Ojalá fuesen más! ¡Que el Señor, en su gracia, eleve el carácter de las asambleas en todas partes! Que Él aumente nuestra capacidad para una comunión más intensa y una adoración espiritual, permitiéndonos andar, en la intimidad, a diario, bajo el juicio de nosotros mismos y de nuestros caminos en Su santa presencia. De esta manera, no seremos finalmente ninguna pesadez ni unos apagavelas en las asambleas de Dios.

Y aunque no lleguemos en la práctica a la expresión verdadera de la asamblea de Dios, no por ello nos conformemos con menos. Aspiremos al modelo más elevado y roguemos encarecidamente por que se nos lleve allá. El terreno de la asamblea de Dios tenemos que defenderlo con vigor, sin consentir por un momento ocupar otro diferente. En cuanto a los matices y carácter de una asamblea, pueden variar considerablemente dependiendo de la fe y espiritualidad de los congregados. Cuando los matices no parecen transparentes, al resultar ser las asambleas infructuosas y repetirse siempre en ellas lo que los miembros espirituales juzgan fuera de lugar, procúrese entonces una dependencia de Dios por parte de los que así lo sienten, esperando con fe que Él dé la respuesta. De esta manera, las pruebas y ejercicios bajo los que se ha sometido la asamblea tendrán el feliz efecto de llevarnos a depender más de Él, y del devorador saldrá comida, y del fuerte dulzura. Tenemos que aceptar las pruebas y dificultades en cualquier expresión de la asamblea por el hecho de que ésta es el único y divino ente sobre esta tierra. El diablo se esforzará en desviarnos de este terreno verdadero y santo. Nos agotará la paciencia, el ánimo, herirá nuestros sentimientos, ofenderá de muchas y distintas maneras, todo para que abandonemos el terreno verdadero de la asamblea.

Haremos bien en recordar esto. Sólo podemos sostenernos en el terreno divino por la fe. Esto caracteriza a la asamblea de Dios y la distingue de todos los sistemas humanos. No podéis seguir bien en ella si no es por fe. Y luego, si queréis ser algo, si buscáis un lugar para glorificar vuestro ego, no penséis que lo que necesitáis es una expresión verdadera de la asamblea. Pero en ella pronto hallaréis vuestro nivel si por algún motivo así debe ser. La grandeza carnal y mundana no tienen lugar en una asamblea de este tipo. La presencia divina deshabilita cualquier cosa de esta índole, señalando su lugar a toda pretensión humana. Para concluir, no podéis marchar bien en esta asamblea si vivís ocultando un pecado. La presencia divina no hará para vosotros. ¿No hemos notado alguna vez en la asamblea una sensación de intranquilidad provocada por la acumulación de multitud de cosas que nuestra conciencia ha ignorado durante la semana? Malos pensamientos, palabras necias, caminos torcidos, todo ello se hacina en la mente y ejercita la conciencia en la asamblea. ¿Cómo es esto? Porque el aire de la asamblea es más puro que el que hemos estado respirando toda la semana. No hemos estado en la presencia de Dios en nuestro íntimo caminar. El juicio de nosotros mismos no lo hemos practicado, y por lo tanto, cuando tomamos nuestro lugar en una asamblea espiritual, nuestros corazones se ven expuestos, así como nuestros caminos, a la luz; y el ejercicio que debió haberse practicado en la intimidad, incluso el personal, debe darse cita a la mesa del Señor. Ésta es una desdichada labor para nosotros, pero evidencia el poder de la presencia de Dios en la asamblea. Las cosas tendrían que ir muy mal en una asamblea como para que los corazones no se hallasen descubiertos y en evidencia. Todo es una señal del poder del Espíritu Santo en la asamblea cuando personas que aman el dinero, orgullosas, carnales y descuidadas, carentes de principios, son constreñidas a juzgarse en la presencia de Dios, y si no, la espiritualidad del ambiente las asfixia. Una asamblea así no es lugar para ellas. Fuera pueden respirar con más libertad.

No dejemos de observar que la gran mayoría que ha abandonado el terreno de la asamblea lo ha hecho porque sus caminos prácticos no convergían en la pureza del lugar. Sin lugar a dudas, debe de ser fácil hallar una excusa, en casos así, para la conducta de los que se quedan. Mas si la raíz de los problemas quedara al descubierto, veríamos que la mayoría abandona una asamblea porque son incapaces de resistir su luz. «Tus testimonios son muy firmes; la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre». El mal debe ser juzgado, porque Dios no lo tolera. Si una asamblea sí lo tolera, en la práctica no es ninguna asamblea de Dios pese a haber en ella cristianos. Pretender ser una asamblea de Dios sin juzgar doctrinas falsas y males mayores sería decir que Dios y el mal pueden cohabitar juntos. La asamblea de Dios tiene que mantenerse pura, pues es Su morada. Los hombres tolerarán el mal bajo una etiqueta liberal, pero la casa de Dios tiene que guardarse en pureza. Que esta gran verdad práctica profundice en nuestros corazones y produzca una influencia santa en nuestro proceder y carácter.

La autoridad con que se congrega la asamblea

Sólo unas palabras más bastarán para presentar, en último lugar, la autoridad con que la asamblea se congrega. Es la Palabra de Dios. La licencia de la asamblea es la palabra eterna del Dios vivo y verdadero. No son las tradiciones, doctrinas o mandamientos de hombres. Un pasaje de la Escritura que ya hemos citado a lo largo de este escrito contiene el modelo en torno al que la asamblea se congrega, el poder que la congrega y la autoridad con que se congrega: el nombre de Jesús, el Espíritu Santo y la Palabra de Dios.

Conclusión

Los principios citados son los mismos en todo el mundo. Ya sea que vaya a Nueva Zelanda, Australia, Canadá, Londres, París, Edimburgo o Belfast, el centro, el poder que congrega y la autoridad son uno y el mismo. No podemos reconocer otro centro salvo Cristo; ninguna energía sino la del Espíritu Santo; ninguna autoridad excepto la Palabra de Dios; ningún rasgo si no es la santidad vital y sobriedad de la doctrina.

Ésta es una expresión verdadera de la asamblea de Dios; no podemos reconocer otra. Los santos de Dios sí podemos reconocerlos, amarles y honrarles como tales, allí donde les encontremos, pero consideramos los sistemas humanos deshonrosos a Cristo y hostiles al verdadero interés de los santos de Dios. Deseamos ver a todos los cristianos en el terreno verdadero de la asamblea de Dios, cuyo lugar creemos ser una verdadera bendición y un testimonio efectivo. Creemos que el testimonio rinde su carácter cuando se llevan a cabo los principios de la asamblea, lo cual no sería así si la asamblea estuviera dividida y cada miembro fuera un Whitefield en plena labor evangelística. Con esto no queremos subestimar la obra evangelística; nada más lejos. Quisiéramos que todos fuesen Whitefields, pero no podemos pasar por alto esta realidad: la mayoría menosprecia la asamblea bajo pretexto de salir como evangelizadores. Y cuando examinamos los caminos y frutos de su trabajo, descubrimos que no proveen por las almas que han convertido con sus medios. Parece que ignoren qué hacer con ellas. Labran la piedra, pero no la edifican. El resultado es que las almas están dispersadas aquí y allá, unas siguiendo una corriente ilusoria, otras viviendo aisladas del terreno de la iglesia.

Creemos que todas ellas deberían congregarse en el terreno de la asamblea de Dios, tener comunión en el partimiento del pan y orando. Reuniéndose juntos «el primer día de semana para partir el pan», mirarían a Cristo el Señor para ser edificados por la palabra del que Él quisiera. Ésta es la senda sencilla, la idea divina y simple, para la que es necesaria más fe a fin de comprenderla, pues no ignoramos las sectas conflictivas de nuestros tiempos.

Somos conscientes, claro está, que todo esto será tildado de proselitismo, prejuicio y espíritu partidista por parte de los que consideren un beau ideal de liberalidad cristiana el decir “yo no pertenezco a nada.” ¡Qué extraña posición! Todo queda resuelto de esta manera. Se trata de personas identificadas con el nadismo para liberarse de toda responsabilidad e ir con todo y con todos. Ésta es una senda muy fácil para la naturaleza acomodaticia, pero ya veremos lo que producirá en el día del Señor. Incluso nos atrevemos a llamarlo infidelidad positiva a Cristo, de lo cual el Señor quiera librarnos.

Nadie piense que queremos afrontar al evangelista y la asamblea. Nada más lejos de nuestras intenciones. El evangelista tiene que salir fuera, desde el seno de la iglesia, guardando su comunión con ella. Su trabajo no se limita a traer almas para Cristo, sino a traerlas también a la asamblea, donde pastores dotados pueden ejercer la tutela sobre ellas y maestros capacitados instruirlas. No queremos cortarle las alas al evangelista, sino dirigir sus movimientos. Nuestra negativa es que no se abuse de la energía espiritual en un servicio propio. Ciertamente es un gran resultado traer almas a Cristo. Todas las que tienen un vínculo con Jesús son una obra realizada para siempre. Pero, ¿las ovejas no deberían ser traídas al redil para ser cuidadas? ¿Tiene que quedar satisfecho alguien con adquirir las ovejas y dejarlas que apacienten donde desean? Claro que no. Entonces, ¿dónde tendrían que juntarse estas ovejas? ¿En los sistemas dirigidos por el hombre o en una asamblea congregada en el terreno divino? Indudablemente, en esta última; podemos estar seguros de que por muy débil, desdeñable, apagada e ignorada que sea, es el lugar para todas las ovejas del rebaño de Cristo.

Aunque también habrá responsabilidad, cuidados, labor. Un ansia y una necesidad por velar y orar; lo que la carne y la sangre les gustaría eludir si fuera posible. En la idea de salir al mundo como evangelista se sienten atracción y buenas intenciones, captar la atención de cientos como garantía de nuestro ministerio. Mas ¿qué debe hacerse con estas almas? Mostrarles por todos los medios el lugar verdadero donde se congregan las otras en el terreno de la asamblea de Dios, porque a pesar de la ruina y la apostasía del cuerpo profesante, allí ellas pueden disfrutar de la comunión espiritual, de la adoración y el ministerio. Esto implica mucho ejercicio y pruebas nada agradables. Así ocurría en tiempos apostólicos. Los que realmente procuraban por el rebaño de Cristo tuvieron que derramar más de una lágrima, elevar más de una oración en ansiedad y pasar muchas noches en vela. Pero después de estos ejercicios, gozaron de la dulzura de la comunión con el principal Pastor; y cuando Él venga, las lágrimas de éstos, sus oraciones y sus noches de insomnio se recordarán y se verán recompensadas. Entretanto, los que edifican sus propios sistemas verán cómo todo llega a su fin, pues se olvidará lo que han hecho, y los falsos pastores que tenían en su poder a los que verdaderamente lo eran y los utilizaban para ganancias deshonrosas, cubrirán sus rostros confundidos por la eternidad.

Podríamos concluir aquí si no fuera porque estamos impacientes por contestar tres preguntas que vienen a la mente del lector.

Y, en primer lugar, puede preguntársenos: ¿Dónde podemos hallar esto que llamáis una expresión verdadera de la asamblea de Dios, desde los días apostólicos hasta el día de hoy? La respuesta la señalamos en las palabras de Cristo: «Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos». Poco nos importa si historiadores de la iglesia tales como Neander, Mosheim, Milner y muchos otros han fracasado, en su interesante búsqueda, al querer vislumbrar un primer indicio de la expresión verdadera de la asamblea de Dios, desde el fin de la era apostólica hasta el comienzo de nuestro siglo. Es bastante posible que hubieran estado aquí y allá, en medio del opaco esplendor de la Edad Media, dos o tres realmente congregados en el nombre de Jesús, o al menos aquellos que ansiaban conocer esta verdad. Sea como fuere, esto no afecta por completo a la verdad. La edificación no se hace sobre las investigaciones de los historiadores, sino sobre la infalible verdad de la Palabra de Dios; y, por lo tanto, aunque se demostrara que durante veinte siglos no existieron estas personas congregadas en el nombre de Jesús, no afectaría en lo más mínimo a nuestra pregunta. La frase no es qué dice el historiador de la iglesia, sino qué dice la Escritura.

[Los extensos campos de oro de Australia y California permanecieron ocultos del hombre durante miles de años. ¿Provoca este hecho que el oro sea menos preciado a los ojos de los que lo descubrieron?]

Si se hallara algún argumento de peso basado en la Historia, se aplicaría de igual modo a la preciosa institución de la cena del Señor. Porque ¿qué ha sido de este mandamiento por más de mil años? Fue despojado de uno de sus mayores elementos, envuelto en un lenguaje sin vida, y enterrado en un sepulcro de la superstición con este epitafio: un sacrificio incruento para los pecados de los vivos y los muertos. Aun a pesar de la Reforma, cuando la Biblia volvió a hablar a la conciencia del hombre, derramando su contenido de luz sobre el sepulcro donde yacía la Eucaristía, ¿qué es lo que se produjo? ¿Bajo qué forma se presenta a nosotros la cena del Señor en la iglesia luterana? Se presenta bajo la forma de la consubstanciación. Lutero negaba que hubiera una transformación del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo; pero sí sostenía, en oposición férrea a los teólogos de Suiza, que había una presencia misteriosa de Cristo junto con el pan y el vino.

Bien, entonces, ¿no tendríamos que celebrar en medio de nosotros la cena del Señor según lo prescrito en el Nuevo Testamento? ¿Tendríamos que dar nuestro brazo a torcer al sacrificio de la misa, o a la consubstanciación, porque la idea de la Eucaristía haya desaparecido durante largo tiempo de la iglesia profesante? En absoluto. ¿Qué tenemos que hacer? Tomar el Nuevo Testamento y ver qué dice sobre esta cuestión, acatar reverentes su autoridad, levantar la mesa del Señor en su divina sencillez y celebrar la fiesta según nos dejó escrito nuestro Señor y Maestro, que les dijo a sus discípulos, y por lo tanto a nosotros, «Haced esto en memoria de mí».

Pero aún querrán preguntarnos: ¿no es una pérdida de tiempo querer llevar a cabo los principios de la asamblea de Dios ante la ruina de la iglesia profesante? Contestamos así: ¿tenemos que desobedecer porque la iglesia esté arruinada? ¿Tenemos que seguir en el error porque la dispensación haya sido un fracaso? Pues no. Aceptamos la ruina, la lamentamos, nos identificamos con ella, pero pese a las consecuencias queremos caminar humildes en medio de ella, confesando los primeros en haber sido desleales e indignos. Pero aunque hemos fracasado, Cristo no. Él permanece fiel; Él no puede negarse. Ha prometido estar con Su pueblo hasta el fin del siglo. Mateo 18:20 es igual de válido hoy como hace dos mil años. «Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso». Rechazamos por completo la idea de que los hombres se enzarcen en la creación de iglesias o pretendan asignar a ministros. Lo consideramos una pura pretensión, sin la mínima autoridad de las Escrituras. Es la obra de Dios el congregar a su iglesia y levantar a ministros. No es nuestro deber el recrearnos una iglesia o asignar oficiantes. El Señor es muy misericordioso y compasivo. Él lleva nuestras debilidades y repara nuestros errores, y hallando un corazón veraz para Él, aun siendo ignorante, Él lo conducirá hacia una luz más diáfana.

No tenemos que valernos de la gracia de Dios como escudo para nuestros actos que no son de la Escritura. Ni tampoco aprovechar la ruina de la iglesia en nuestro beneficio de tolerar el error. Tenemos que confesar la ruina, confiar en la gracia y actuar obedientemente hacia la Palabra del Señor. Éste es el camino de bendición para todas las épocas. En tiempos de Esdras, el remanente fiel no aspiraba al poder y esplendor de los años de Salomón. Antes obedecieron la palabra del Señor de Salomón y sus actos hallaron plena bendición. No se quejaron de que todo estaba arruinado y por eso era mejor quedarse en Babilonia, sin hacer nada. Sencillamente confesaron su pecado y el de todo el pueblo, confiando en Dios. Esto es precisamente lo que hemos de hacer. Debemos aceptar la ruina y confiar en Dios.

Si finalmente nos preguntaran dónde está la expresión verdadera de la asamblea de Dios ahora, responderíamos donde dos o tres están congregados en el nombre de Jesús. Préstese atención que donde se deseen resultados divinos, debe haber condiciones divinas. Pretender esto último sin lo primero es engreimiento. Si no estamos realmente congregados en el nombre de Jesús, no debemos abogar por el derecho de tenerle a Él en medio de nosotros; y si Él no lo está, nuestra asamblea será un pobre asunto. Mas es nuestro gozoso privilegio estar reunidos de esta manera para disfrutar de su presencia bendita en nuestro centro; teniéndole a Él no es menester asignar a ningún pobre mortal para que nos presida. Cristo es el Señor de Su propia casa; que ningún mortal ose usurpar su lugar. Cuando una asamblea se reúne para adorar[1][1], Dios la preside desde el centro, y si le aceptamos, la comunión, la adoración y la edificación discurrirán libremente en armoniosa hilaridad. Pero si damos lugar a la carne, afligirá y apagará el Espíritu, estropeándolo todo. La carne debe hallar su juicio en la asamblea igual que en nuestro caminar individual de cada día. No olvidemos que los errores y los fracasos en la asamblea no sirven como argumento contra la verdad de la presencia divina que está allí. No más que lo puedan ser los que esgrimamos contra la verdad aceptada de que el Espíritu Santo habita en el creyente.

¿Sois vosotros estas personas, entonces?, preguntarán algunos. Bueno, la pregunta no es ésta, sino si estamos nosotros en el terreno divino. De lo contrario, cuanto antes abandonemos nuestra posición mejor. Nadie negará que existe un terreno divino, no obstante la confusión y la oscuridad reinantes. Dios no ha sometido a su pueblo bajo la necesidad de habitar con el error y el mal. ¿Y cómo sabremos si estamos en este divino terreno o no? Por la Palabra divina. Examinemos seriamente todo aquello con lo que, por el modelo de la Escritura, veamos que no es congruente. Si resulta ser que no supera la prueba, abandonémoslo de inmediato. En efecto, inmediatamente. Si nos detenemos a pensar o a sopesar las consecuencias, seguramente nos saldremos del camino. Deteneos, claro está, para aseguraros de que vuestra mente es la del Señor; pero nunca refrenéis el paso para dilucidar una vez la habéis adquirido. El Señor nunca dará luz para dos pasos a un tiempo. Él nos da luz, y cuando la empleemos nos dará más. «La senda de los justos es como la luz de la aurora, que va en aumento hasta que el día es perfecto». Precioso lema: «va en aumento». No hay pausa posible para quedarse quieto, ningún descanso ante ese logro. Va en aumento hasta que seamos introducidos en la universal luz del día de gloria perfecto.

Lector, ¿te congregas en este terreno divino? Si así es, aférrate a ello con toda tu alma. ¿Estás en esta senda? Si así es, continúa con todas las fuerzas de tu ser moral. Nunca te conformes con cualquier cosa indigna de Su presencia en ti, y de tu proximidad consciente a Él. Impide a Satanás que te robe esta porción merecida al llevarte a confiar en un mero nombre. Prívale que te confunda en tu posición ostensible con tu condición verdadera. Cultiva la comunión secreta, la oración íntima y el juicio constante de ti mismo. Ponte en guardia contra cualquier tipo de orgullo espiritual. Practica la mansedumbre, la humildad y la contrición de espíritu, una conciencia amable, en tu caminar diario. Procura combinar la gracia más delicada hacia los demás con la sobriedad de un león hacia la verdad. Entonces serás una bendición en la asamblea de Dios, y un testimonio potente de la todosuficiencia del nombre de Jesús.

© Chapter Two 1998. Edición original inglesa.


[1][1] Los vocablos iglesia y asamblea provienen ambos de la misma raíz griega.

[1][1] No existe tal concepto en las Escrituras de pertenecer como miembro a una iglesia. Cada creyente verdadero es un miembro de la iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. De este modo, es ajena al creyente la idea de miembro como para mi brazo lo pueda ser la de pertenecer a otro cuerpo.

El único terreno verdadero en el que los creyentes pueden reunirse se presenta en esta declaración: «Hay un cuerpo y un Espíritu». Y de nuevo: «... nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (Efe. 4;4, 1 Cor. 10:17). Si Dios declara que hay un cuerpo, es ajeno a Su mente la existencia de muchos cuerpos, sectas o denominaciones.

Aunque es cierto que ningún grupo de creyentes, por numeroso que sea en un lugar, puede llamarse «el Cuerpo de Cristo», o «la asamblea de Dios», debe congregarse, no obstante, en el terreno de ese cuerpo y de la asamblea, excluyendo cualquier otro. Queremos que el lector fije su atención en este principio, que es válido en todos los tiempos, lugares y circunstancias. La ruina evidente de la profesión cristiana no lo altera. Existe desde Pentecostés, y seguirá teniendo su validez hasta que la iglesia sea tomada para ir al encuentro de su Cabeza y Señor en el aire. Como es cierto que hay un Cuerpo, todos los creyentes pertenecen a este cuerpo. Por tanto, han de reunirse en este terreno y ningún otro.

[1][1] Aquí el autor se refiere a las esferas protestantes de relevancia en su tiempo, como es el caso de las iglesias nacionales que estaban a la cabeza de las demás (N.del T.)

[1][1] Hará bien el lector en constatar que, en Mateo 16, hallamos la temprana alusión a la iglesia, en donde nuestro Señor habla de ella como de algo futuro. Él dice «Sobre esta roca edificaré mi iglesia» No dice he edificado, ni estoy edificando. En una palabra, la iglesia no empezó a existir hasta que el Señor resucitó de entre los muertos y fue glorificado a la diestra de Dios. Sólo entonces, y no antes, el Espíritu Santo fue enviado para bautizar a los creyentes, ya fueran judíos o gentiles, en un cuerpo, para unirlos a la Cabeza resucitada y glorificada en el cielo. Este cuerpo ha existido en la tierra desde aquel suceso, todavía hoy, y existirá hasta que Cristo venga a arrebatarlo para Sí. Pablo habla decididamente sobre que, todo ello, era un misterio ignorado, el cual no encontramos en el Antiguo Testamento ni había sido revelado en otras épocas. Era algo oculto en Dios, y nunca fue dado a conocer sino cuando se le concedió al apóstol (leer con atención Rom. 16:25,25; Efe. 3:3-11; Col. 1:24-27). Es del todo cierto que Dios poseía un pueblo en tiempos del Antiguo Testamento. Este pueblo no lo constituía Israel meramente como nación, sino que se componía también de un pueblo vivificado, salvado y espiritual, un pueblo que vivía por fe, que fue al cielo y son allí «los espíritus de los justos hechos perfectos» (Heb. 12:23b). No obstante, en el capítulo 16 de Mateo hallamos por vez primera una referencia futura a la iglesia. En cuanto a las palabras de Esteban de «la congregación en el desierto» (Hech. 7:38) está ampliamente aceptado que se refiere a la congregación de Israel. Los términos de la historia terrenal de la iglesia son Pentecostés (Hech. 2) y el rapto (1 Tes. 4:16,17).

[1][1] Hay que recordar que existe una diferencia sustancial entre esas ocasiones en las que la asamblea se reúne para la adoración, y las reuniones especiales de los hermanos. En estas últimas, el evangelista o el maestro (el predicador u orador) está capacitado para ejercer su don bajo su responsabilidad individual para con el Señor. Poco importa que estas reuniones tengan lugar en las estancias del local donde la asamblea se reúne habitualmente, o en cualquier otra parte. Los miembros de la asamblea pueden estar presentes o no, según ellos sientan. Pero cuando la asamblea, como tal, se reúne para la adoración, no queda lugar para que un hombre, por muy dotado que sea, ejerza su don sin apagar con ello al Espíritu.